Apuntes sobre un relevo histórico. De Benedicto XVI, al Papa Francisco
La aseguradora Allianz ha concedido su Premio al Mejor Comunicador del Año al padre jesuita Federico Lombardi, por su labor en el intenso período abierto con la renuncia de Benedicto XVI. Roma fue el centro de la atención mundial. Aparte de los periodistas que habitualmente cubren la información de la Santa Sede, llegaron otros 5 mil para cubrir los acontecimientos en torno al Cónclave, a menudo sin la formación necesaria. No era fácil intentar hacer comprender a estos profesionales lo que estaba sucediendo en la clave interpretativa adecuada. El padre Lombardi reactivó el mecanismo especial puesto en marcha durante el Sínodo de los Obispos de octubre, y llamó a su lado al canadiense Thomas Rosica y al español José María Gil Tamayo, durante varios años Director del Secretariado de la Comisión episcopal de Medios de Comunicación de la Conferencia Episcopal Española, que ofrece en estas líneas sus impresiones:
Hace unos días, el grupo asegurador Allianz otorgaba el Premio al Mejor Comunicador del Año al padre Federico Lombardi, jesuita, director de la Sala de Prensa de la Santa Sede. Con ello, además de galardonar merecidamente la importante labor comunicativa habitual del portavoz vaticano, se refería sobre todo a su magistral dirección de la estructura comunicativa más importante que ha llevado a cabo la Santa Sede hasta ahora: la cobertura informativa del relevo histórico de dos Romanos Pontífices: de Benedicto XVI al Papa Francisco.
Ha sido un tiempo especialmente intenso para la Iglesia católica, que el paso del tiempo, la serenidad de la reflexión y su encuadre en la historia de la Iglesia darán la perspectiva adecuada para hacer una valoración correcta de lo que ha significado este relevo pontificio.
A esto hay que unir, de manera imprescindible para su completa comprensión, la mirada de la fe, que nace de percibir el actuar de Dios en la vida de los seres humanos, sobre todo en su Iglesia. Así lo advertía el Papa Francisco, quien señalaba en una audiencia especial a los periodistas, al poco de ser elegido, que «Cristo es el Pastor de la Iglesia, pero su presencia en la Historia pasa a través de la libertad de los hombres: uno de ellos es elegido para servir como su Vicario, sucesor del apóstol Pedro… Es importante tener debidamente en cuenta este horizonte interpretativo, esta hermenéutica, para enfocar el corazón de los acontecimientos de estos días».
Únicamente así se puede entender que el cardenal jesuita Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, pasara, de la noche a la mañana, de ser casi un desconocido más allá de los ambientes eclesiásticos y de su patria de origen, a Papa de la Iglesia, a quien acogen enfervorizados los fieles cristianos y siguen los medios de todo el mundo con un singular atractivo comunicativo, humano y espiritual, que está suponiendo una verdadera primavera eclesial.
El peligro del rumor
Este relevo en la sede de san Pedro ha tenido tres fases, ricas en vivencias religiosas y comunicativas. La primera de ellas ha sido la renuncia inesperada al pontificado por parte de Benedicto XVI. Con esta dimisión, el Papa Ratzinger ha dado una lección impagable de amor eclesial, de humildad y de honestidad intelectual y religiosa, además de una confianza sin límites en Dios que guía a su Iglesia.
Así lo manifestó él mismo a los cardenales el 11 de febrero, día en que hacía público el anuncio formal de su renuncia, que se haría efectiva al anochecer del día 28 del mismo mes, y las razones que le han llevado a tomar esta decisión: «Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino… En el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado».
La renuncia de Benedicto XVI, que mira en su importancia más al futuro de la Iglesia que al pasado, ya que marca aspectos nuevos a contemplar en el ejercicio futuro del Papado, fue percibida por los católicos de todo el mundo y por la opinión pública con una gran comprensión, además de con una inmensa gratitud y reconocimiento de su pontificado.
Este hecho singular atrajo a Roma la atención de 5.700 periodistas y técnicos audiovisuales de más de un millar de medios de comunicación de todo el mundo, de casi una treintena de lenguas diferentes: el mayor despliegue informativo que se ha conocido nunca en el Vaticano, que fue atendido por la más grande infraestructura comunicativa que hasta entonces había organizado la Santa Sede. Así se pudo dar adecuada respuesta a la creciente demanda informativa de todo este inmenso aparato mediático enviado a Roma que, de no haber visto satisfechas sus demandas de información, habría encontrado, en no pocas ocasiones, en el rumor o en las informaciones falsas, interesadas y parciales, el material con el que alimentar a sus medios y rentabilizar sus costes de producción: personal, viajes, dietas, emplazamientos, conexiones de satélites, etc.
La elección del nuevo Pontífice
Al hacerse efectiva la renuncia de Benedicto XVI en el anochecer del día 28 de febrero y quedar vacante la Sede de san Pedro, empezaba otra fase en la que las riendas de la Iglesia las tomaba el Colegio de cardenales, siguiendo la Constitución apostólica Universi Dominici gregis, de Juan Pablo II, modificada por el último motu proprio de Benedicto XVI. Era un período con dos tiempos: por un lado, el de un pre-cónclave muy especial en esta ocasión, ya que no había Papa difunto ni, en consecuencia, luto ni funerales, y la atención se centraba en las congregaciones generales de los cardenales en las que estos dialogaban sobre los grandes desafíos de la Iglesia, a la par que se conocían entre sí para madurar la decisión más importante y grave que habrían de tomar con absoluta rectitud y en conciencia: la elección del nuevo Romano Pontífice en el Cónclave propiamente dicho. Este segundo tiempo es el más intenso y breve, donde la plegaria de los fieles por los cardenales aumenta en todo el mundo, a la vez que crece la expectación de la opinión pública mundial.
Es, a la vez, la fase más difícil de administrar comunicativamente, ya que se ha de informar de acontecimientos que son por naturaleza secretos y en los que el mensaje ha de orientarse, además de esquivar las quinielas de papables, a preservar la privacidad e independencia del Colegio cardenalicio y a explicar con claridad y sencillez los procedimientos, ritos, utensilios y lugares, referidos a la elección papal, cargados todos ellos de un profundo sentido religioso, sin dejar de dar, con paciencia y delicadeza, las respuestas adecuadas a las preguntas de los medios, en algunas ocasiones ajenas a la cultura y sentir religioso.
Por último, se llegaba a la fase decisiva de la comunicación (Annuntio vobis gaudium magnum: Habemus Papam!) de la elección del nuevo obispo de Roma y del comienzo solemne de su pontificado, en el que el interés de los fieles y de los medios se concentra en la persona elegida; en su biografía, en sus palabras y en sus gestos. Así ha ocurrido el 13 de marzo con el Papa Francisco, verdadera sorpresa y regalo de Dios para impulsar la misión evangelizadora y conducir la Iglesia en el siglo XXI.