Un precioso himno de laudes pide a Cristo que «filtre en nuestras secas pupilas dos gotas frescas de fe» para que nuestros ojos cansados puedan encontrarle en todas las cosas. Así es la mirada de Jesús y la que contiene la expresión evangélica «signos de los tiempos» (Mt 16, 3), utilizada por el Concilio Vaticano II para designar la necesidad de escrutar constantemente la realidad histórica y social y descubrir en ella la presencia y acción viva de Dios en el mundo.
Precisamente a activar en nosotros esa mirada va dirigida la última contemplación de los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola, la «contemplación para alcanzar amor», puente entre la experiencia de encuentro intenso con el Señor y la vida cotidiana y todo un plan de vida que brota de sentir y gustar que hemos sido creados y redimidos por amor y para vivir eligiendo libremente amar y servir en todo. No se trata de negar la existencia del mal en tantas y tan dañinas formas de presencia ni de ocultar que de algún modo somos cómplices y víctimas de él, sino de no dejarle que se adueñe de nuestra percepción. Por eso pedimos una mirada limpia que descubra la verdad, la bondad y la belleza.
San Ignacio advierte de dos cosas al que se dispone a hacer la contemplación: la primera, que el amor se debe poner más en las obras que en las palabras; la segunda, que el amor consiste en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene o puede, y el amado al amante. La primera habla de hacer operativo el amor en una praxis que une amor y servicio; la segunda señala que el amor es relación. Ante tantos impactos de violencia, injusticia y destrucción, necesitamos reconocer la experiencia del don —tanto bien recibido a través de los dones de creación y redención— y la experiencia de la realidad como don, no como posesión, para responder desde el deseo profundo que habita en el corazón. Así se les abrieron los ojos a los dos de Emaús tras el encuentro-diálogo con el caminante. Así nació la Iglesia para anunciar, celebrar y compartir la buena nueva de Jesús y su Reino.
Ese gran deseo de mirar con ojos nuevos, el de Loyola lo expresa en cuatro puntos. El primero habla de mirar la propia vida no dando vueltas neuróticamente sobre el pasado o aferrándose a él como la mujer de Lot, que se convirtió en estatua de sal por mirar lo que dejaba atrás, desobedeciendo el mandato de Dios por su apego a la ciudad de Sodoma. Más bien es una mirada de autenticidad sobre la propia vida como la de la mujer samaritana que, gracias al encuentro-diálogo con Jesús en el pozo de Jacob, pudo exclamar agradecida y liberada delante de sus paisanos: «Me ha dicho todo lo que he hecho». También es una mirada que nos invita a «calcular nuestros años» no para hacer balance contable, sino para crecer en la sabiduría del corazón, como reza el salmo 89. Es llamada a pasar lo vivido por el corazón, a fin de percibir qué huella ha dejado en nosotros y cómo ha actuado la gracia de Dios.
El segundo punto invita a mirar cómo Dios habita en todo y hace posible toda vida, comunicación y relación. Habita en las criaturas de la naturaleza dando ser, vegetando y sensando. A ellas el ser humano les pone nombre y ejerce sobre ellas el dominio y el cuidado propios de quien es administrador responsable por ser creado a la imagen y semejanza divina. Y habita también en la historia humana, que contiene una continua llamada a descubrir en ella el rostro del Señor y a dejarse interpelar por Él: precisamente eso es percibir los signos de los tiempos como señales divinas en la historia humana. En la ambigua historia de la humanidad se descubre la historia de salvación realizada por un Amor que vence al odio y a la muerte.
El tercer punto convoca a ver cómo Dios trabaja y labora por mí en todas las cosas, pues el Dios cristiano no está ocioso en sus cosas o cruzado de brazos en su olimpo. Dios actúa, crea, renueva, salva por amor a todas sus creaturas y de un modo especial a aquella en la que ha impreso su imagen. Por eso su trabajo se ve en todas las criaturas, pero sobre todo en los frutos de los corazones humanos cuando se dirigen al bien. Donde hay algo de bondad, de donación, de sacrificio generoso y desinteresado, de desprendimiento, de compromiso solidario, fraterno y justo, ahí está Dios misteriosamente trabajando.
Por fin, el cuarto punto nos pone delante de la experiencia de que todos los bienes y dones son expresión de algo que los trasciende y nos remiten al Misterio. Pedimos descubrir la maravilla de cómo todos los bienes y dones son dinámicos y «descienden de arriba», aunque los descubrimos en lo sencillo y humilde. De arriba viene la luz —como la claridad que envolvió el pesebre y guio a pastores y magos para adorar a Jesús— y también proceden la justicia, la bondad, la piedad, la misericordia y la paz, al modo como del sol descienden los rayos y de las fuentes las aguas. Descienden de arriba pero se viven abajo, porque Dios baja y se abaja, se vacía e iguala a lo pequeño, se acerca a lo marginal y necesitado. Y lo ha hecho de modo pleno dándo(se) en Jesús, que comparte su vida perdonando, consolando, reconciliando, sanando, renovando nuestra mirada sobre la naturaleza, la historia y la propia vida para poder de verdad responder con entereza y generosidad: «Dadme, Señor, vuestro amor y gracia, que esta me basta».