Amor infinito, fuente de alegría - Alfa y Omega

Amor infinito, fuente de alegría

Alfa y Omega
Benedicto XVI celebra la Santa Misa con los enfermos en el Hospital San Juan Bautista, de la Orden de Malta, en Roma.

«Sabe? ¡Estas botas son de oro…!». Así le decía una anciana religiosa, postrada en silla de ruedas, al obispo que visitaba el convento de clausura y que, tras su encuentro con la comunidad, preguntó si había alguna Hermana enferma, y entonces lo acompañaron hasta ella, en la planta superior. Las botas de sus pies, muy deformados, ciertamente relucían de lo limpias que estaban. «Me hacen unas llagas…», completó su expresión la religiosa, revelando cómo le ayudaban a vivir su consagración a Dios muy unida a Cristo crucificado, ofreciéndose así con Él para la salvación de los hombres.

El Papa Juan Pablo II, en su Carta apostólica Salvifici doloris, de 1984, ratificaba así el precioso valor de esta entrega: «El sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la historia de la Humanidad la fuerza de la Redención». Unas líneas más arriba, el Beato Juan Pablo II ya había recordado que, «a través de los siglos y generaciones, se ha constatado que, en el sufrimiento, se esconde una particular fuerza que acerca interiormente el hombre a Cristo, una gracia especial». La gracia escondida en la Cruz, y «a ella deben su profunda conversión muchos santos».

¿Cómo es posible que un Dios bueno permita el dolor? «Vio Dios todo lo que había hecho —dice la Biblia en el relato de la Creación—, y era muy bueno». ¿De dónde sale entonces el dolor? La experiencia de los siglos ha puesto bien de manifiesto que no es Dios, sino el hombre apartándose de Él, el origen del mal que ha causado el dolor y la muerte, e igualmente pone de manifiesto que, unido al Dios infinitamente bueno, que ha venido a la tierra asumiendo el dolor en la Cruz, el hombre es rescatado precisamente participando de esa Cruz, donde se esconde esa gracia especial, llamada amor, como testimonia aquella anciana religiosa, o los jóvenes de la Fundación Instituto San José, de Madrid, que visitó Benedicto XVI en la JMJ de 2011. Allí, el Papa mostró esa sabiduría de la debilidad que acaba de proclamar en la pasada Jornada Mundial de la Vida Consagrada, poniendo delante de los ojos la grandeza del amor que convierte el sufrimiento en redención y vida verdadera: «Cuando el dolor aparece en el horizonte de una vida joven —dijo—, quedamos desconcertados y quizá nos preguntemos: ¿Puede seguir siendo grande la vida cuando irrumpe en ella el sufrimiento?». Y respondió con sus mismas palabras en la encíclica sobre la esperanza cristiana: «La grandeza de la Humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana».

He aquí el amor que vence y salva. Sin él, toda la ciencia podrá curar enfermedades mil del cuerpo, pero dejará enferma el alma, y acaba —lo vemos cada día— destruyendo la vida de no nacidos o de ancianos para no sufrir las molestias que puedan causar, y de este modo esa ciencia inhumana se priva a sí misma de la victoria y la salvación. En la Carta Salvifici doloris, al hablar del valor primordial del sufrimiento que hace presente la Cruz de Cristo, Juan Pablo II recuerda la lucha cósmica, de que habla san Pablo, «entre las fuerzas espirituales del bien y las del mal», en la cual «los sufrimientos humanos, unidos al sufrimiento redentor de Cristo, constituyen un particular apoyo a las fuerzas del bien, abriendo el camino a la victoria de estas fuerzas salvíficas». El dolor penetrado por el amor, ciertamente, es invencible. Lo acaba de subrayar su sucesor, la pasada semana, con estas palabras: «Sólo quien es verdaderamente poderoso puede ejercer plenamente el poder del amor»; y el mismo Benedicto XVI, en su Mensaje para la Jornada del Enfermo de este año, recoge lo que ya dijo en su encíclica de la esperanza: «Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito». Y de este modo, «el dolor del amor se convierte en nuestra salvación y nuestra alegría».

«No estáis solos…, ni abandonados ni inútiles —decían los Padres del Concilio Vaticano II a los enfermos en su Mensaje final, y ahora recuerda Benedicto XVI en su Mensaje de este año 2013—; sois los llamados por Cristo, su viva y transparente imagen». Sin Él, sólo puede reinar el sinsentido y la inutilidad. Sólo Él —escribió Juan Pablo II en Salvifici doloris— «nos hace descubrir el porqué del sufrimiento», y esta «superación del sentido de inutilidad», este «descubrimiento del sentido salvífico del sufrimiento en unión con Cristo ¡se convierte en fuente de alegría!».