Alfonso X. El centenario de la lengua culta - Alfa y Omega

Cuando le preguntaron al expatriado premio Nobel y poeta polaco Czeslaw Milosz qué pensaba sobre lo que había podido aprender la gente tras los años vividos bajo el comunismo, respondió: «La resistencia frente a las estupideces». También algunos de nosotros, que venimos asistiendo con dolor al naufragio de la idea de España y su tradición, y al expolio de una cultura que nos daba consistencia, hemos tenido que agarrarnos al recuerdo de aquella edad de oro del saber sedimentado, que iluminaba no hace mucho nuestra mirada a la complejidad del mundo. Nos hemos refugiado en la consolación de la filosofía, la lucidez de la historia o la emoción de la literatura para defendernos del desbarajuste doctrinal, la presuntuosa ignorancia y la excitación iletrada de los necios tiempos que vivimos. Triste época que se resigna a que los jóvenes no tengan que disponer más que de algunas habilidades técnicas, mientras puedan morir sin haber visto una película de Visconti, o haber leído una novela de Tolstoi y un poema de san Juan de la Cruz. Lo que se busca son personas bien preparadas para las materias instrumentales, ajenas por completo al valor de las disciplinas humanísticas por su carencia de utilidad en el mercado.

Sin embargo, en algunas ocasiones, coincidiendo con la conmemoración de alguna efeméride notable, la prensa permite que se haga una rendija de luz entre la banalidad de sus páginas para festejar a quienes nos llevaron al encuentro de una patria común, pronunciada desde todas las culturas, evocada desde todas las tradiciones. Por unos días, nuestros héroes los encontramos en las investigaciones de los eruditos, en el pensamiento de los historiadores, en el vigor de la lengua. Alfonso X de Castilla y León nació en Toledo el 23 de noviembre de 1221, así que, en unas pocas semanas, celebraremos el octavo centenario de su llegada al mundo.

Alfonso X, a quien debemos una imagen compartida por san Isidoro de Sevilla y muchos poetas judíos y musulmanes —«esta España es como el paraíso de Dios»—, nació en la hermosísima ciudad multicultural, erguida sobre los meandros del Tajo, la capital de la inteligencia ensimismada en las traducciones del árabe, que más tarde Garcilaso de la Vega ensalzara emocionado. Cauce de los intercambios entre Oriente y Occidente, el hervidero toledano logró saciar el anhelo de saber de las primeras universidades europeas mediante el pensamiento clásico custodiado por Al-Ándalus. Si exceptuamos a su tío, el aventado y lascivo Federico Hohenstaufen, el emperador apodado por su cultura «asombro del mundo», ningún otro monarca del Occidente medieval puede compararse a Alfonso. Nadie, ni antes ni después, puso mayor empeño en la siembra cultural, ni nadie desplegó parecido fervor por el progreso de las artes y las ciencias, en una corte de trovadores y poetas llegados de cualquier lugar del continente. Toda manifestación del genio y la sabiduría, toda creación del alma y la belleza, toda muestra de la razón y el sentimiento, apasionaron al rey sabio, un auténtico oumo universale del Renacimiento en plena Edad Media, sinónimo para los ignorantes de oscurantismo y barbarie. Antes del final del siglo XIII, esa época tan despectivamente descrita, había levantado iglesias resplandecientes, revitalizado ciudades que hacían hombres libres, y fundado universidades que propagaban ideas innovadoras.

Tocamos el cielo cuando entramos en la catedral de León y entonamos un canto de alabanza a Dios, o al pisar la de Burgos, ambas impulsadas por el padrinazgo de Alfonso X, al que siempre le agradeceremos los alumnos de la Universidad de Salamanca su patrocinio de este templo del saber. Volcó el rey sabio su gigantesco esfuerzo intelectual y su ilimitada curiosidad científica en el mecenazgo de los escritorios de traducción del árabe al latín de las obras de los grandes sabios musulmanes, griegos, hindúes o persas, academias establecidas sobre todo en Toledo y Sevilla, donde practicaban sus conocimientos de las lenguas eruditos hebreos y cristianos y maestros venidos de Oriente, cuyo trabajo debemos considerarlo como uno de los elementos fundadores de Europa. La historia lo ha reconocido así viendo en la llamada Escuela de Traductores de Toledo uno de los grandes hitos del progreso cultural de la humanidad, del que el programa político de Alfonso X supo sacar partido en beneficio del primerizo castellano convertido en lengua culta, antes que el francés o el inglés, al haber podido incorporar tempranamente conceptos filosóficos, jurídicos o científicos por el trasvase del árabe. Claro que para ello el monarca cumplió el sueño del califa Alhakén II: «Atrápalo todo, después verás que nada es superfluo». Asombroso resulta que el rey sabio escribiera su monumental obra en lengua romance y no en latín, como lo hacían las cortes y universidades de Europa, y que su fervor poético le llevara a componer en gallego las Cantigas de Santa María, la pieza maestra de la lírica religiosa y profana del siglo XIII.

En el exilio los judíos invocaban: «Si me olvido de ti, Jerusalén, que se seque mi mano derecha y la lengua se me pegue al paladar». Si hoy no celebramos la gloria de Alfonso X el Sabio y su excepcional aportación literaria, que las generaciones venideras no perdonen nuestro olvido y merezcamos su desprecio por nuestra incultura.