«Alégrate, llena de gracia»
II Domingo de Adviento
Desde hace siglos, España conmemora de modo singular esta solemnidad de santa María, de tal modo que se nos concede interrumpir el ritmo de los domingos de Adviento para que prevalezca esta fiesta de la Virgen. Aun así, con esta celebración no se introduce una temática nueva en este tiempo de espera del Señor. Más bien se pone el acento en el comienzo de la salvación que llega a través del Señor gracias al sí de María. El pasaje del Evangelio de este domingo presenta el fundamento bíblico del reconocimiento de María como concebida sin pecado. Al llamarla el ángel «llena de gracia», antes incluso de pronunciar su nombre, se está reconociendo en ella –como nos ha recordado el Papa recientemente–, el rasgo que prevalece sobre su propio nombre. La plenitud de gracia de María, que se confiesa en esta página evangélica, será algo propio en el recuerdo y celebración de la Madre de Dios en la vida de la Iglesia.
María, presencia de Dios
El Evangelio comienza situando a María, a través de la aparición del ángel Gabriel, en Nazaret. También sabemos que esta Virgen estaba desposada con José, quien pertenecía a la casa de David. Varias son las realidades que merecen nuestra atención. En primer lugar, al igual que ocurre con otros acontecimientos relacionados con el nacimiento del Señor, la narración del evangelista nos sitúa en unas coordenadas espacio-temporales concretas, con la finalidad de destacar que se trata de un hecho real y no de una fantasía. Ese es el motivo, principalmente, por el que se ubica con precisión la localización de Nazaret. En segundo lugar, se vincula a María con José, perteneciente a la casa de David, pues de este linaje debía nacer el Mesías. En tercer lugar, tanto el lugar de la anunciación como María misma eran irrelevantes para los contemporáneos de la Virgen. El único motivo que se da para que el ángel sea enviado a María es el haber encontrado gracia ante Dios. Y precisamente en esta gracia se percibe la continuidad con lo que va a suceder: «llena de gracia», significa también «el Señor está contigo». El Evangelio está señalando a María como lugar de la presencia de Dios. Si María estaba ya, desde su concepción, llena de esta presencia del Señor, a partir de su respuesta afirmativa a las palabras del ángel, será morada y habitáculo del Hijo de Dios, por obra del Espíritu Santo. De hecho, la visión de María como portadora del salvador llevará a aplicarle a través de los siglos calificativos utilizados también para señalar los lugares donde Dios habitaba. El ejemplo más significativo es la designación de María como templo de Dios o su asociación con Sion, el monte en el que el Señor habita.
La belleza de la gracia
María es preservada del pecado original como preparación para ser la madre de Jesús. Este hecho nos permite llenarnos de admiración y contemplar lo que supone que exista una criatura humana sobre la que el mal no ha tenido poder. En realidad, esta gracia anticipa la victoria definitiva de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte, es un fruto adelantado del Misterio Pascual. Por eso escuchamos como primera lectura el relato del pecado original del libro del Génesis. Aplastando la cabeza de la serpiente, María representa el triunfo anticipado sobre todo lo que condena al hombre. Además, en la tradición cristiana, la belleza de María, toda hermosa, ha sido el modo en el que a lo largo de los siglos la piedad ha reflejado la gracia y la humildad de María. Si ella es el punto culminante de esta hermosura, lo es porque Dios la ha revestido de esta belleza, que remite a Él. Puesto que humanamente la belleza atrae, la humildad de María ha reclamado también la atención de Dios, que ha mirado su humildad, como cantamos en el magníficat. Así pues, a través de este atributo se representa la limpieza del pecado y la humildad que adornan a María. Mirándola a ella, a los cristianos se nos impulsa a responder a la gracia, como al mayor don que podemos recibir del Señor.
En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?». El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, «porque para Dios nada hay imposible». María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel se retiró.