Al pastor que nos deja
Hace ahora veinte años, el Seminario Conciliar de Madrid participaba con fe e ilusión en la solemne Eucaristía con la que su nuevo arzobispo, el cardenal Rouco Varela, iniciaba su ministerio episcopal en la Iglesia madrileña. En estos días, al cabo de cuatro lustros, en el Seminario vivimos tiempos de despedida y reconocimiento
Aceptada la renuncia por el Papa Francisco y nombrado su sucesor, don Antonio deja de ser nuestro obispo y pastor. El Seminario siente su marcha: fruto de este noble sentimiento quieren ser estas palabras que desean asimismo expresar el afecto y la gratitud de quienes nos hemos sentido particularmente acompañados por la solicitud pastoral del cardenal. Ciertamente, como «primer representante de Cristo en la formación sacerdotal» (PDV, 65), su atención cercana y permanente hacia los futuros sacerdotes y sus oportunas orientaciones han sido toda una lección de caridad pastoral.
No son pocos los signos de responsabilidad formativa del obispo que nos deja para con sus seminaristas. En los años transcurridos, las cenas con los miembros de cada comunidad educativa se han ido convirtiendo en una saludable tradición: tras la celebración de la Cena del Señor, la mesa común compartida en la que el padre y pastor escuchaba y dialogaba con sus hijos, los futuros sacerdotes, mientras les instruía y confirmaba en el cuidado de su vocación. Hijos, hermanos, amigos… para prepararlos a ser, en su día, testigos del Evangelio, como el Señor con los Doce en la mesa que antecedió al envío apostólico. Nunca ha faltado, además, la presencia permanente del cardenal, presidiendo cuantas actividades y celebraciones jalonan el devenir de cada curso en la vida del Seminario. ¡En verdad el Seminario ha sido para él como su familia, según manifestaba al comienzo de su pontificado!
Una sólida formación
Conociendo de cerca, por su ministerio episcopal y su formación académica, la profunda crisis de fe y de valores cristianos que afecta a la toda Europa, el cardenal no ha perdido ocasión para trasmitir a los seminaristas la inquietud por una sólida formación espiritual, intelectual y pastoral, capaz de afrontar con las armas de la verdad del Evangelio la apostasía silenciosa que ya denunciaba en su día san Juan Pablo II. En esta perspectiva, creo se debe entender la erección de la Universidad San Dámaso, feliz empeño del cardenal, concebida ante todo como alma mater de una teología confesante, entrañada en la fidelidad a la Tradición de la Santa Iglesia y que quiere ser respuesta al hambre de Dios y de verdad del hombre contemporáneo. ¿Cómo el Seminario no va a agradecer al cardenal el magnífico regalo de la Universidad para una formación sacerdotal que, sin prescindir del rigor científico, alimenta el amor a Jesucristo y la fidelidad a la Iglesia en la entrega sacerdotal de la vida?
Si se ha definido el Seminario como comunidad educativa en camino promovida por el obispo (cf. PDV, 60), a lo largo del pontificado del cardenal no han faltado ocasiones para vivirlo literalmente. Atendiendo a su convocatoria y siguiendo su firme caminar por sendas y caminos junto a otros muchos jóvenes, el Seminario ha peregrinado con su obispo en varias ocasiones hasta el sepulcro de Santiago Apóstol, renovando con el abrazo tradicional su vocación apostólica y el deseo de beber con él el cáliz del Señor en la nueva evangelización de la patria española. Pero aquí no termina el camino: el deseo permanente de nuestro arzobispo de situar a la Iglesia madrileña en comunión y fidelidad con la sede de Pedro, nos ha llevado hasta Roma y permitido crecer en sentido eclesial aprendiendo de la fortaleza pastoral de san Juan Pablo II, escuchando la sabiduría de Benedicto XVI y haciendo nuestra la alegría evangélica del Papa Francisco. Nunca olvidaremos la profesión de la fe apostólica ante la tumba de san Pedro, con nuestro cardenal al frente, bajo cuyas bóvedas resonaron con vigor y emoción las estrofas del himno del Seminario: Quis melius nobis Pauli verba laetus, robore plenus possit decantare? Quis charitatis vinculum ad Deum frangere potest? ¡Un motivo más de gratitud!
Veinte años de ministerio episcopal del cardenal Rouco en Madrid, con una entrega personal sin límites, dejan su impronta en tantas realidades y proyectos pastorales que han enriquecido la Iglesia madrileña. También al Seminario Conciliar de Madrid, tanto en su orientación educativa -presidiendo asiduamente el equipo de formadores- como en el cuidado de los futuros sacerdotes: los doscientos sesenta y tres ordenados de este Seminario, a lo largo de estos años, son buena prueba de ello. El sentimiento por la marcha del pastor que nos deja nos lleva a dar las gracias a Dios por su persona y su entrega episcopal a la Iglesia y a la sociedad madrileñas, mientras encomendamos al Señor y a la Virgen de la Almudena su nueva vida de arzobispo emérito, en la certeza de que, en su oración y en su recuerdo, el Seminario de Madrid seguirá siendo una de sus predilecciones. ¡Dios se lo pague, señor cardenal!