Se apagó, hecha un pajarillo, un lunes cualquiera del frío enero de 2025. 106 años después de haber nacido en medio de la España rural, de la que perdió su sentimiento de origen en pos de la familia que formó en el extrarradio de Plasencia. Alrededor de un caldero en medio del campo, donde su marido era pastor y sus hijos escalaban con 4 años a los árboles para robar pájaros de los nidos y comérselos fritos. La necesidad arreciaba. Vivió dos guerras mundiales. Una contienda patria. Comió todos los días de su vida garbanzos. Hizo queso y pan con sus manos callosas. Cuando se trasladó a la ciudad, su patio bajo la parra era lugar de encuentro del vecindario. Ya eran los 90 y no tenía ducha, solo manguera y «apáñate, nieta, que eres muy de ciudad». «Y toma niña la vara de mimbre» para soltar las fibras del colchón de lana —«abuela, que me engulle de noche»—. Bocadillos de barra entera con la nata de cocer la leche de la granja. Año 2000 y todavía cesto en mano a lavar al río —«yo no quiero lavadora, no la necesito»—. Tenía 104 años y paseaba al ritmo de mi padre, manos atrás, espalda curva. «Hija, dame un helado almendrado». «Yaya, no tienes dientes». «Pero tengo encías». Adiós, Jerónima.