Acerquémonos pronto (s) al «Año de la fe». Un tiempo fuerte para la Iglesia - Alfa y Omega

Si bien caracterizados por circunstancias culturales muy distintas, tanto 1968 como 2012 advienen para la Iglesia como grandes desafíos para la profundización en la fe. En el momento en que Pablo VI concluía el anterior Año de la fe nadie suponía, en efecto, que ese mismo 1968 daría su nombre a una generación, ni tampoco que, al 25 de julio siguiente, cuando ese Papa publicara su encíclica Humanae vitae, proclamando su No a la anticoncepción artificial, se desencadenaría un verdadero terremoto en la Iglesia de Occidente.

¿Qué nos espera en este nuevo Año de la fe, que será ciertamente central en la historia del pontificado de Benedicto XVI? La actual crisis de fe, en la que Dios parece volverse un gran desconocido y Jesús un gran personaje del pasado, tiene también una expresión dramática de tipo antropológico que se muestra en un hombre abandonado a sí mismo, solo y confundido, a merced de fuerzas de las que no conoce siquiera el rostro, mientras carece de una meta a la cual orientar su existencia.

Agradecemos que, con el nuevo Año de la fe, vengan al encuentro de nuestro camino dos momentos de extraordinaria riqueza en orden a fortalecer nuestra reflexión de hombres y mujeres de fe: por una parte, la conmemoración de la apertura, hace cincuenta años, del Concilio Vaticano II; y, por otra, el vigésimo aniversario de la publicación del Catecismo de la Iglesia católica. «Para formar la conciencia leed los documentos del Concilio, leed el Catecismo de la Iglesia católica y redescubrid así la belleza de ser cristianos, de ser la Iglesia que ha formado Jesús», dijo Benedicto XVI al comienzo del verano, convidándonos a preparar lo que viviremos.

Al tenor de lo que se conmemora, el Papa nos ha recordado las palabras del Beato Juan XXIII, el 11 de octubre de 1962, en la solemne apertura del Vaticano II: «Lo que principalmente atañe al Concilio ecuménico es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz». El Papa Roncalli, añade Benedicto XVI, «comprometía a los padres a profundizar y a presentar esa doctrina perenne en continuidad con la tradición milenaria de la Iglesia; transmitir la doctrina pura e íntegra, sin atenuaciones o alteraciones, mas de una manera nueva, como exige nuestro tiempo» (citado en discurso a la Conferencia Episcopal Italiana, 24-V-2012).

Reencontramos aquí la clave de lectura del Concilio —tan importante en el orden de la fe— que el actual Pontífice ha querido enfatizar desde el comienzo de su gobierno, señalándola de manera muy explícita en su conocido discurso a la Curia romana de diciembre de 2005: «No en la perspectiva de una inaceptable hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura, sino de la hermenéutica de la continuidad y de la reforma», podrán leerse, aplicarse y hacerse propias las autorizadas indicaciones del Concilio.

Signos negativos que hemos hoy de enfrentar y remontar son la disminución de la práctica sacramental y el ambiente de duda sobre las enseñanzas de la Iglesia, cuando no su reducción a valores que tienen que ver con el Evangelio, pero que no dicen relación al núcleo central de la fe cristiana. Se trata, muy visiblemente, de la relegación de Dios al ámbito subjetivo, reducido a un hecho íntimo y privado, marginado de la conciencia pública.

Quienes vivieron la preparación del Concilio —etapa que Joseph Ratzinger, como teólogo asesor del cardenal Frings, conoce bien— saben, dice el actual Papa, que la asamblea conciliar pretendía dar respuesta a la pregunta: Iglesia, ¿qué dices de ti misma? Y, profundizado en esta pregunta, recuerda enseguida que los Padres «fueron reconducidos al corazón de la respuesta: se trataba de recomenzar desde Dios, celebrando, profesando y testimoniando». No en vano, apunta, la primera Constitución aprobada fue la de la Sagrada Liturgia: «El culto divino orienta al hombre hacia la Ciudad futura y restituye a Dios su primado».

Al disponernos a iniciar este nuevo Año de la fe, concluyamos con Benedicto XVI que «no habrá relanzamiento de la acción misionera sin la renovación de la calidad de nuestra fe y de nuestra oración; no seremos capaces de dar respuestas adecuadas sin una nueva acogida del don de la Gracia; no sabremos conquistar a los hombres para el Evangelio a no ser que nosotros mismos seamos los primeros en volver a una profunda experiencia de Dios» (Ibídem).

Con ello en vista, estemos ya prontos para lo que será, sobre todo, un año de profunda experiencia de Dios, bajo la guía del sucesor de Pedro que a ello nos convoca.

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