Aceptar la dependencia, aceptar la filiación - Alfa y Omega

Si se entiende que la tarea educativa es la de crecer como personas, entonces es necesario entender que ese crecimiento es dependiente. No crecemos solos. Venimos de dos, necesitados de dos. Nadie viene de uno o solo. Y tampoco nadie crece solo. Hay que aceptarlo: somos hijos necesitados, dependientes. Y además, esa condición de ser hijo, de venir de dos, de tener una naturaleza (la palabra naturaleza viene de nascor, que es nacer), es una condición que nos va a perseguir siempre. Es inevitable por mucho que se hable de autosuficiencia, independencia, o de que exista un rechazo de la condición filial.

El hombre al nacer es acogido. Quien acoge es la familia, la institución natural más sólida y donde se crece como persona. La primera acogida es el regazo femenino. Esta primera acogida es muy importante, pues ahí da comienza la integración afectiva. El regazo de una madre es la cuna natural del hijo. La cuna es protección, cuidado, lugar de confianza originaria. Allí se reciben los primeros afectos. Los primeros besos, caricias, que son necesarios para crecer. Una persona que nunca haya recibido una caricia, un beso en su infancia, ha tenido una filiación deshumanizada. Y eso se manifiesta en la esencia del hombre, sobre todo en la personalidad, el carácter. «El ser humano estrena renovadamente su reconocimiento, como ser humano que es, en el seno de su relación filial. Los hijos son felices si son respetados y confirmados en la verdad de su ser por aquellos que son su origen» (Leonardo Polo).

Es importante distinguir la paternidad de la filiación. Ambas son relaciones. La primera es autora (o coautora, mejor) de hacer de un modo nuevo al hombre, pero en hacerlo respectivo a un nuevo ser humano. La segunda, en cambio, es una relación originaria, en el sentido que remite al origen del propio ser. El hijo es hijo porque tiene un padre.

Ser hombre es ser dependiente. Todos los hombres somos hijos. Pero no todos los hombres son padres.

¿Y es el hombre libre de ser hijo o no lo es? ¿Ser hijo es algo que no se elige, algo donde nuestra libertad no tiene nada que decir? Intentaré responder a esta pregunta.

Si tenemos una naturaleza porque nacemos, si la primera acogida es el regazo materno, si el crecimiento de quien somos es algo que no viene solo, parece que no somos libres. Pero quizás sea el concepto de libertad que tengamos el que dé una respuesta. Si la libertad es reducida a la capacidad de elegir, evidentemente responderíamos que no al interrogante. Si la libertad es para mí hacer lo que quiera y tomar mis propias decisiones, evidentemente no hay libertad en el nacer. Pero si interiorizamos, podemos darle la vuelta a la respuesta.

Según el hombre va creciendo, se van desarrollando sus facultades. Con una libertad manifestativa puede aceptar esa dependencia o no, pero no desde el grado inicial de existencia. El hombre desde su uso de razón puede rechazar la acogida, puede renegar de su origen no aceptándolo, o puede afirmar su condición de dependencia con gratitud (que sería lo más propio: ante la conciencia de ser hijo, radicalmente solo cabría agradecer, un agradecimiento operativo, pero agradecimiento como actitud básica del reconocimiento de la condición filial). El rechazo libre, ¿quitaría la condición de ser hijo? Ser hijo es aceptar con gratitud la vida recibida. Esa aceptación con gratitud es libre. Aunque biológicamente siempre seamos hijos, la filiación, por ser relación, y relación original, debe ser también libre. No somos hijos de modo necesario, somos hijos libres, aceptando o negando el origen. Se ve que la libertad es mucho más interior, y, precisamente por eso, para todo somos libres. Podemos incluso ser libres de la muerte, pero eso no quiere decir que nos libremos de ella, sino que la aceptamos. Quien no acepta la muerte no es libre ante ella. La libertad se da en la aceptación. Aunque no es el último escalón. Después de la aceptación viene el amor (o el odio). Uno puede aceptar ser hijo, pero no comportarse como tal, o sea, con piedad, con gratitud. Uno puede aceptar las contradicciones de la vida pero no con amor, sino con resignación. Sería una libertad cercenada. Por eso, la libertad más completa no es la libertad de aceptarse o de aceptación, sino la libertad de amar. Amar ser hijo, amar lo que soy, o mejor, quien soy. Al igual con la vida recibida, la cultura en la que se vive, etc.

Nacer, ser hijo, ser dependiente es la gran novedad (quizás la única novedad del universo). Cualquier quien es una novedad. Toda persona es una novedad. Lo único que no es nuevo es Dios. Por eso origen y novedad son totalmente distintos. Dios es origen, no es novedad. La novedad es descubrirlo como Dios, pero esa no es una novedad ontológica. La novedad ontológica es cada persona que viene al mundo.

El padre da, el hijo acepta y ama. Dar, aceptarse y donar (gratitud, nuestras obras), esta es la tríada en la que la persona se mueve. Pero esa es también la dinámica de la vida trinitaria. Dios Padre crea, dona el ser. Dios Hijo es quien acoge el amor del Padre. Y, finalmente, Dios Espíritu Santo, es el don, el amor. De modo que dar, aceptar y don es la Trinidad. Amar, amado y amor. Dios es Amor, en su ser Trino. Dios es trino, el hombre es dual y el universo es uno. Dios es identidad originaria, el hombre es complicado y el universo es simple.

La persona humana, como no es un ser trino ni se reduce a universo, es dual, pues su esencia, su manifestación no es su ser, sino que se distingue realmente su acto de ser de su esencia (cosa que no ocurre en Dios). Lo que se da es el amar-aceptar. El amar-aceptar es su acto de ser (al menos la más alta dimensión de su acto de ser) y el don, lo que el hombre da, el aporte, su amor forma parte de su esencia. El amor es el aporte del hombre. Obras son amores. La esencia humana es un don. El amor no es personal, no está en el acto de ser, sino en su esencia. El amor es esencial, y el amar es personal. Pero esto no significa un rebajamiento, sino lo propio de la ética. La ética está a nivel de esencia, pues es la aportación del hombre, el amor humano es esencial. Si el hijo se define estrictamente por su relación al padre, y el hombre es término de un amor divino de predilección, se establece una relación que exige del hijo un ponerse a la altura de su padre, en la medida en que le sea posible. Pues esta correspondencia al amor divino es el sentido más profundo de la ética, del obrar. Sabiendo que somos mucho más que lo que hacemos, somos mucho más de nuestras obras y de nuestra biografía: somos hijos.

Alberto Sánchez León
Doctor en Filosofía y sacerdote