¡Ábrete! - Alfa y Omega

¡Ábrete!

XXIII domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Marcos 7, 31-37

José Ángel Saiz Meneses

A través del oído y los otros sentidos nos relacionamos con el exterior. En general, no somos conscientes del valor de estas facultades hasta que las vamos perdiendo, aunque, en la actualidad, los progresos de la ciencia y de la técnica mitigan no poco dichas pérdidas. Es difícil que hoy día nos hagamos idea de la situación de un sordomudo en tiempos de Jesús. Tenía muy limitadas las posibilidades de relación con los demás y, por eso, su vida quedaba cerrada, incomunicada, y acababa sumido en una cierta exclusión social. La curación física que realiza Jesús le devuelve las facultades y también le da la posibilidad de integrarse más de pleno en la sociedad. La palabra sanadora de Jesús le abre un mundo nuevo de relaciones con los demás y con Dios.

Contemplamos a Jesús compasivo con los que sufren, con los más pobres y pequeños. Con Él ha llegado el tiempo de la salvación, el reino de Dios. Camino del lago de Galilea, atravesando la tierra pagana de la Decápolis, le presentan un sordomudo y le piden que le imponga las manos. Él realiza una serie de signos, levanta los ojos al cielo, y pronuncia una palabra poderosa: «Effetá», que significa «ábrete», y, al instante, se le abren los oídos y comienza a hablar correctamente. Aquellas gentes, absolutamente asombradas, declaran: «Todo lo ha hecho bien», una expresión que nos recuerda la del final del relato de la Creación: «Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Gn 1, 31).

En este sordomudo podemos percibir el signo de una realidad más amplia: la Humanidad entera, el ser humano que tiende a aislarse, a encerrarse; el ser humano al que le resulta difícil escuchar y al que le cuesta más aún hablar oportunamente. Las nuevas tecnologías nos ofrecen posibilidades de comunicación que eran inimaginables hace sólo unas décadas. Ciertamente, nos podemos comunicar con personas de los cinco continentes en tiempo real, aunque a vez la vez quizá tengamos problemas de relación personal en la familia, en el trabajo o con los amigos. Se puede hablar también de una sordera espiritual que consiste en vivir cerrados respecto a Dios y a los hermanos, individualistas, egoístas, buscando únicamente el propio interés. Dice la sabiduría popular que no hay peor sordo que el que no quiere oír. En primer lugar, es preciso escuchar a Cristo, el Hijo amado del Padre, abrir el entendimiento y el corazón a la Palabra de Dios, penetrante, eficaz, trasformadora de nuestra vida. También es necesario escuchar a los hermanos. Dejemos que el Señor nos abra los oídos para escuchar atentamente, y suelte las trabas de nuestra lengua para que seamos capaces de decir la palabra adecuada en el momento oportuno.

XXIII domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Marcos 7, 31-37

En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesado la Decápolis. Y le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga la mano. Él, apartándolo de la gente, a solas, le metió los dedos en los oídos y, con la saliva, le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: «Effetá» (esto es, Ábrete). Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba correctamente.

Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos».