A propósito de los milagros y otras señales de Jesús - Alfa y Omega

Ciertamente, el hombre moderno experimenta un recelo, no pequeño, frente al relato de los milagros. Se podría decir que cree a pesar de los milagros, más bien que a causa suya. Pero a la vez, no todo es hoy día triunfo de la mentalidad positivista; no resulta absolutamente imposible admitir ciertos signos de una intervención sobrenatural en nuestro mundo, en nuestras vidas.

Para el cardenal austriaco Chistoph Schönborn, en realidad no existen leyes en la naturaleza. Las leyes se dan en los libros, en nuestra cabeza, pues son elaboraciones del entendimiento humano cuando se aplica al estudio de lo que constituye su objeto natural. Dicho lo cual, aclara él, podemos explicar lo que es un milagro de manera análoga a como un médico modifica el curso de una enfermedad con la aplicación de una medicina: así también Dios puede intervenir en la naturaleza. H. Bouillard, en su libro La idea cristiana del milagro, lo define así: el milagro es algo superior a las leyes, no en el sentido de que las contradice sino en cuanto que las utiliza; así como el hombre transforma la naturaleza, orientándola, así como su libertad surge de en medio de los determinismos psicológicos para dirigirse hacia su propio fin, así el milagro utiliza los determinismos naturales.

El hombre actúa, transforma y, no pocas veces, abusa de la naturaleza. Todo ello, claro está, dentro de los dominios que humanamente nos son próximos y accesibles (de manera semejante a como actúa el escultor en la piedra con la que cuenta en su taller). Cuando se trata de Dios, en cambio, todo es diferente, pues él puede introducir alguna novedad radical en el mundo. En su libertad soberana, Dios puede crear un elemento nuevo en la naturaleza que no existía previamente.

Creador —de la nada— de todas las cosas, Dios omnipotente puede introducir en un cuerpo enfermo una nueva organización, una regeneración que la humana actuación por la medicina no producirá jamás. De este modo, no es que rompa o pervierta el funcionamiento de la naturaleza del cosmos, sino que, como su creador, restablece una situación original que estaba presente en ese mismo orden de la creación. Con todas las limitaciones posibles, dice A. Léonard, se podría definir el milagro como un prodigio, producido en un contexto religioso, que expresa en la naturaleza física una intervención especial de la causalidad divina y que Dios dirige a los hombres como signo de la salvación ofrecida en Jesús.

Se debe anotar que este obrar divino sobrenatural, no es en absoluto extraño: aunque la causa sea sobrenatural el resultado de la acción es perfectamente natural. Dios no violenta la naturaleza sino que, de modo misterioso ciertamente, la restablece en su estado natural. La acción de Dios, de manera prodigiosa, devuelve la creación dañada a su estado natural.

En este sentido, no debemos perder de vista que la intervención de Dios más prodigiosa no es precisamente esa que se limita a los efectos naturales, sino aquella que, a su través, se dirige a la transformación del alma. El milagro de una conversión, como las que conocemos en la historia de la Iglesia, eso sí que es un auténtico milagro digno de nuestra veneración.

Schönborn pone al descubierto algunas de las interpretaciones que muchos dan en nuestros días acerca de los milagros. Una muy extendida y compartida sostiene que los milagros responden a la ignorancia de tiempos pasados para descubrir la verdadera causa de los fenómenos producidos: toda vez que la ciencia ha superado las mencionadas lagunas y desconocimientos, ya no tiene sentido seguir hablando de milagros, en una época en la que la medicina puede dar una explicación. O sea, que si hablamos de milagro, se piensa, es debido a la ignorancia de los hombres.

No ha desaparecido de nosotros aquella tentación que presentaron a Jesús sus contemporáneos: la de convertir en palpable el misterio escondido de Dios, la de hacer un prodigio tal que resulte ineludible la respuesta de la fe. También el hombre de hoy le pide a Dios una señal del cielo en la que apoyarse para darle el sí incondicional de su vida. Y sin embargo, también a nosotros se nos dirige aquella misma invitación: la de considerar el ejemplo de Abrahán, de Moisés y de tantos otros, de María y de Saulo de Tarso. Ellos creyeron contra toda esperanza, ellos trabajaron apoyados en Su palabra.

A lo largo de la historia de la Iglesia no han cesado los milagros. A lo largo de su historia, tampoco han faltado hombres piadosos que, sin exigirlos, han creído y esperado en la salvación de Dios. Una vez más: ni los milagros violentan la ley de la naturaleza, ni fuerzan al hombre a confesar su fe. Señales del cielo, ellos confirman simplemente —donde existe— la fe. Con K. Rahner se puede afirmar que hay milagro, en el sentido teológico, allí donde la configuración concreta de los acontecimientos constituye, para la mirada del hombre creyente y abierto al misterio de Dios, un signo de la providencia de Dios.