El término fariseo, en hebreo, significa literalmente separado: así decidió llamarse esta facción del judaísmo, los puros, cumplidores, separados de los pecadores. Se entiende muy bien su enorme escándalo al ver a Jesús, que no sólo no se apartaba de los pecadores, ¡hasta comía con ellos! «No he venido ha llamar a los justos —respondía Jesús—, sino a los pecadores», y justamente no para separarlos, sino para abrirlos, de par en par, a la luz de la vida plena. Lo decía el Papa, el pasado domingo, en la Misa de clausura del Sínodo de los Obispos sobre la nueva evangelización, a partir de la misma lectura evangélica que narraba la curación del ciego Bartimeo, que bien puede ser «la representación de cuantos viven en regiones de antigua evangelización, donde la luz de la fe se ha debilitado, y se han alejado de Dios, han perdido la orientación segura y sólida de la vida y se han convertido en mendigos del sentido de la existencia», y ante el anuncio de Jesús pueden gritar igualmente: «¡Señor, que pueda ver!».
El hombre contemporáneo se cree en el polo opuesto de los fariseos, se cree abierto y libre de toda atadura, no como la Iglesia, a la que considera separada, encerrada en sí misma. Sin embargo, nada más lejos de la realidad: no se está más encerrado en sí mismo, aunque se abarque el mundo entero, que de espaldas a Dios. En su Mensaje final, los Padre sinodales recuerdan que «el don de Dios que la fe hace presente, no es simplemente la promesa de unas mejores condiciones de vida en este mundo, sino el anuncio de que el sentido último de nuestra vida va más allá», no nos lo podemos dar a nosotros mismos, porque nuestra sed es infinita y no la sacia un mundo separado, por grandes y numerosas que sean sus riquezas, condenadas a sus propios límites con fecha de caducidad.
La necesidad y la urgencia de la nueva evangelización no puede ser más acuciante, porque la ceguera del sentido de la vida lleva a la más cruda desesperación, por mucho que se la quiera paliar con falsos infinitos, como explicaba Benedicto XVI, el pasado agosto, en su Mensaje al Meeting de Rímini, dedicado este año a mostrar que, por naturaleza, el hombre es relación con el infinito. Por mucho que se quiera eliminar, la sed de infinito no cesa de arder en lo más hondo de todo corazón humano. Así lo dice, en el mismo comienzo, el Mensaje final del Sínodo: «No hay hombre o mujer que en su vida, como la mujer de Samaría, no se encuentre junto a un pozo con un cántaro vacío, con la esperanza de saciar el deseo más profundo del corazón, el único que puede dar significado pleno a la existencia. Hoy -continúan los Padres sinodales-, son muchos los pozos que se ofrecen a la sed del hombre, pero conviene hacer discernimiento para evitar aguas contaminadas». Sin Cristo, ¿quién puede librarnos de la contaminación del mal y de la muerte? ¡Sólo Él nos da agua viva, que salta hasta la vida eterna! ¡Sólo Él es la Luz del mundo! Quien Lo encuentra, ¿cómo no lo va a gritar a los cuatro vientos? ¿Cómo no va a ser la más urgente tarea de la Iglesia, justamente porque no está separada, sino abierta al infinito, la de «hacer accesible —en palabras del Mensaje del Sínodo— los pozos a los cuales invitar a los hombres y mujeres sedientos y posibilitar su encuentro con Jesús, ofrecer oasis en los desiertos de la vida», en los que el agua de la Verdad sacia la sed?

Al inaugurar el Año de la fe, el pasado 11 de octubre, en el 50 aniversario del inicio del Concilio Vaticano II, Benedicto XVI ponía en evidencia que, «en estos decenios, ha aumentado la desertificación espiritual. Si ya en tiempos del Concilio se podía saber, por algunas trágicas páginas de la Historia, lo que podía significar una vida, un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a nuestro alrededor. Se ha difundido el vacío. Pero precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino». Esas personas se llaman Iglesia, «el espacio —así la definen los Padres sinodales en su Mensaje— ofrecido por Cristo en la Historia para poderlo encontrar», a Él, el Infinito hecho carne que ha venido a habitar entre nosotros, «comunidades acogedoras, en las cuales todos se encuentren como en casa, con experiencias concretas de comunión que, con la fuerza ardiente del amor, atraigan la mirada desencantada de la Humanidad contemporánea».
En la foto que ilustra este comentario no están personas encerradas, ocultas ¡Todo lo contrario! Cristo ha abierto sus ojos, y están ¡a plena luz! Ojalá los fariseos de hoy, dejándose abrir los ojos, puedan dejar de serlo.