Algo debemos hacer mal los cristianos cuando no sabemos presentar el cristianismo como el Evangelio de la alegría y nos conformamos, en ocasiones, con el tópico de que la fe cristiana es un cúmulo de exigencias imposibles de cumplir, que hacen del seguimiento de Cristo una carga insoportable. ¿De veras es esto así? ¿No simplificó Jesús los 613 preceptos del Judaísmo en dos: amar a Dios y al prójimo? ¿Y no dijo que su yugo era suave y su carga ligera?
En su encíclica Sollicitudo Rei Socialis, San Juan Pablo II ofrece una posible clave de esta distorsión de la fe cristiana. Al hablar de la función profética de la Iglesia en el campo social, afirma que le «pertenece también la denuncia de los males y de las injusticias. Pero conviene aclarar que el anuncio es siempre mas importante que la denuncia, y que ésta no puede prescindir de aquél, que le brinda su verdadera consistencia y la fuerza de su motivación más alta» (n. 41). Esta sabia indicación es un criterio básico para evangelizar: lo primero es anunciar la salvación que viene de Dios, un don gratuito, y, después, invitar al hombre a responder a ese don, es decir, a convertirse a Dios, volviéndose a él como la fuente de su recreación. Sin el anuncio de lo que Dios da, resulta imposible sostener las exigencias del amor que solicita de nosotros. Si yo no digo a alguien que le amo, ¿cómo voy a pedirle que me corresponda con amor? El anuncio –dice con razón el Papa– brinda consistencia y fuerza a la denuncia de nuestros pecados y, por tanto, a la llamada a la conversión.
Este dinamismo aparece en las palabras de Jesús al iniciar su vida pública: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). Cada una de estas expresiones está cargada de riqueza y tradición bíblica. El tiempo de las promesas ha expirado; llega el tiempo del cumplimiento. El Mesías entra en la historia anunciando la cercanía del Reino de Dios. Esta expresión, sobre la que tanto se ha escrito, expresa la soberanía de Dios en la historia de los hombres; éstos no le son ajenos y él no los mira con distancia; se acerca, se aproxima a su vida, problemas y circunstancias. No lo hace de manera abstracta, sino mediante su Hijo Jesús, cuyos primeros gestos muestran que busca a los hombres y les ofrece su amistad, su perdón, y la responsabilidad de hacer con él una historia de salvación. Por eso, convierte a sus primeros seguidores en pescadores de hombres, y sana a los enfermos, como signo de una salvación que trasciende el cuerpo y alcanza las enfermedades del espíritu.
Ante esta cercanía de Dios, Cristo invita a la conversión, no sólo de la mente, sino del corazón. Convertirse en la Biblia significa desandar el camino que nos aleja de Dios y retornar a él con la gozosa avidez de quien vuelve al manantial de la vida, al Creador que nos formó en el seno materno y nos conoce como nadie. En este retorno, sin duda exigente, no estamos solos, sin brújula ni guía. Tenemos el Evangelio, que no es sólo la Buena anunciada por profetas. La palabra evangelio era utilizada por los emperadores romanos que lanzaban sus proclamas como señores y salvadores del mundo al iniciar sus visitas que pretendían cambiar la suerte de los pueblos; por eso, se anunciaban como alegre noticia. Al asumir este lenguaje, los evangelistas presentan a Dios como el único Señor del mundo, que da lo que los emperadores no podían ofrecer en sus «evangelios» o proclamas: la salvación definitiva del hombre. Cuando Marcos habla del «Evangelio de Dios», cuyo pregonero y realizador es Cristo, está diciendo que ahora sí se cumple la salvación, pues entra en la Historia el único que puede cambiarla y dirigirla a su meta, el Dios vivo y verdadero. Quien acoge este gozoso anuncio descubrirá la alegría de vivir conforme a sus exigencias morales.