El cristianismo, religión que desdeña el mito y lo proclama abolido para dar cuenta de lo sagrado, es una fe que ha asumido la condición de relato histórico y ha experimentado desde muy pronto la necesidad de realizar en la historia el Reino de Dios que es su esperanza y su promesa. Esto es hasta tal punto así que, como escribió James Hitchcock, «el mayor reto a la credibilidad de la fe no procede de las ciencias físicas, sino de las disciplinas históricas, capaces de desacreditar al cristianismo precisamente por ser una fe basada en unos hechos históricos».
La concepción cristiana de Dios hace necesaria también su presencia en la historia, en la general y en la particular, en la de los pueblos y en la de los individuos. Ello ha encontrado respuesta en la idea de providencia, la cual ha tenido que hacerse compatible con la libertad humana. La historia, pues, tendría un sentido, pero si lo tiene es porque los cristianos sabemos que Dios quiso revelarse a través de la historia y que su providencia actúa en ella.
La esencia de la visión cristiana de la historia es preguntarse por la finalidad y no solo por los procesos. Todavía Hegel pudo construir una historia del cumplimiento finalista de un sentido porque aún se basaba en la luz del cristianismo como religión verdadera. Sin embargo, la historiografía actual, al prescindir mayoritariamente de ese e incluso de cualquier otro principio unificador, pese a resultar tan convincente en sus explicaciones de hechos y estructuras, adolece de la carencia de un orden racional que la haga inteligible. Esa ausencia de finalidad nos conduce al sinsentido, mas posee la ventaja de eludir arduos problemas que han fecundado, pero también perturbado el pensamiento histórico. Y es que, aceptada una finalidad en la historia y entendida la providencia divina como el modo en que se avanza hacia ese fin, la cuestión gira hacia la actuación concreta de Dios en un determinado hecho histórico. Una gran tentación cristiana ha sido deducir, a partir de una creencia general en la divina pro videncia, sus manifestaciones específicas en la historia. Si esta dependiera de un sentido evidente que la totaliza y termina, ocurriría entonces que esa misma historia se haría inane en cada uno de sus capítulos. Pero esos son precisamente los que interesan al historiador.
Por otra parte, los sistemas inmanentistas, de los que el marxismo ha sido el más ambicioso e influyente, no han resuelto la necesidad racional de encontrar una idea organizadora del devenir. La desilusión ante su fracaso se expresa en el convencimiento actual de que resulta vano buscar una atalaya teórica desde la que contemplar la entera historia. Eso estaría bien si, al precio de esa renuncia, obtuviéramos el sentido que, de una forma u otra, nuestra cultura ha anhelado siempre encontrar. Puesto que ese sentido no puede deducirse sin más de los puros acontecimientos, es evidente que la abstención actual tiene que ver no con el desinterés, sino con el vértigo de preguntarse por el significado último de la historia. Así, muchos historiadores que no dudan de la acción de Dios en las vidas humanas, entendidas individualmente, prefieren no plantearse esa acción en la historia. Pero si Dios es providente con cada hombre, ha de serlo con la humanidad en su conjunto. La dificultad para admitirlo quizá no proceda tanto de nuestra fe o piedad persona- les cuanto de nuestro concepto de historia, el cual podría tener el efecto de velarnos la acción de Dios sobre ella.
Son dos las cuestiones principales: primera, el sentido del tiempo; segunda, la selección de los hechos que consideramos históricos. Sobre la primera, de enorme complejidad, baste decir ahora que el eterno presente de Dios no tiene por qué acomodarse en su acción al tiempo limitado del hombre, de cada hombre y generación. Ahora bien, es preciso confesar que, aun cuando intentemos contemplar los hechos históricos bajo un prisma más acorde con ese tiempo de Dios, muchos de ellos siguen pareciendo contrarios al designio divino sobre la humanidad, cuando no carentes de todo sentido.
En cuanto al segundo problema, cabe pensar que, si para Dios no hay ningún hombre despreciable, para Él no habría tampoco ningún acontecimiento superfluo o irrelevante. Pero eso no es así para nosotros, y por ello la historia se confi- gura, según la conocida definición de Jacob Burckhardt, como «el registro de los hechos que una edad encuentra notables en otra». Quizá por ello, la frustración nos aguarda cuando esperamos captar el sentido de la historia y escrutar la intención divina sobre un conjunto en el fondo pequeño y sesgado de acontecimientos «notables». Es forzoso suponer que innumerables momentos en los que Dios actúa no son preservados por la historia.
Esas dos cuestiones laten en un viejo y pertinaz tercer problema: ¿cómo vincular a un Dios de bondad y justicia con hechos en los que tan a menudo contemplamos el triunfo de la maldad y el pecado? Pero, en realidad, solo es una determinada idea de progreso la que nos impide aceptar que el sufrimiento y el mal tengan un papel constructivo en la historia. Frente al progreso de matriz iluminista, que no puede asumir la realidad del mal y del dolor sino como absurdo irracional que lo frena o impide, la historia más bien sería, según la imagen creada por Isaiah Berlin a partir de la concepción de Herder, como una sinfonía, cada uno de cuyos movimientos tiene significado por sí mismo. Así, cada parte o momento de la historia la contiene entera de algún modo, no como peldaños de una escalera cuyo sentido solo conoceremos al final. Cada sufrimiento, fracaso o logro tienen un valor absoluto fuera de la secuencia.
No habría tanto un progreso cuanto una maduración de la humanidad en la que pesan todos y cada uno de los destinos humanos. En esa figura no hay sucesos que impulsan la marcha y otros que la retardan o la contrarían. Porque todo, tanto lo bueno como lo malo, contribuye a ese proceso de maduración de los hombres y de la humanidad. Y así, sufrimiento y dolor encuentran su sitio, como todo lo que acontece, la lluvia, el sol, la noche y el viento, conforma misteriosamente al fruto en el árbol.