28 de noviembre: santa Catalina Labouré, la vidente que cuidaba a ancianos y vacas
Hasta el final de sus días nadie supo que la mujer que popularizó la imagen de la Medalla Milagrosa era una insignificante granjera que de niña adoptó a la Virgen como madre
«Hermana, todo el mundo duerme, venga a la capilla, la Santísima Virgen la espera», la voz que despertó a la novicia aquel 18 de julio de 1830 era la de un niño. Pocos meses antes, la hermana Catalina había logrado entrar en la casa madre de las Hijas de la Caridad, situada en la calle del Bac, en París. En el silencio de la noche, la joven monja de 24 años se deslizó hasta la capilla y vio a la Señora sentarse en un sillón en el altar, junto a un cuadro de san José. Aquel día «pasé uno de los momentos más dulces de mi vida», reconocería después Catalina, pero aquello solo fue un preámbulo de lo que llegaría. «Dios quiere confiarte una misión», le anunció la Virgen, pero ese momento llegaría meses más tarde.
Catalina nació en una granja de la Borgoña francesa, la novena de once hijos. A los 9 años murió su madre, y ella se subió a una silla para abrazar una imagen de la Virgen y adoptarla como madre: «Ahora serás tú mi madre», le dijo.
A los pocos años, Louise, la hermana mayor de Catalina, entró en las Hijas de la Caridad. Eso hizo que también Catalina se plantease la vocación. «¡Nunca te irás!», le espetó su padre cuando su hija le hizo la propuesta. Para disuadirla y alejarla de las monjas, la mandó a trabajar a una cantina de París.
En aquella época tuvo un sueño en el que veía a un sacerdote oficiando Misa y que la llamaba. Años más tarde, liberada ya de las obligaciones con su padre, entró en la casa madre de las Hijas de la Caridad, y se encontró con un cuadro de san Vicente de Paúl, fundador de la congregación: él era el hombre que la llamaba en aquel sueño.
La santa del silencio
En aquel primer encuentro con la Virgen, Catalina recibió algunas revelaciones, orientadas a darle credibilidad: que el obispo de París iba a morir y que se acercaba una revolución, aparte de otros detalles sobre la vida de la comunidad de religiosas. «Pero cuando se lo reveló todo a su confesor, este no la creyó y eso hizo que Catalina sufriera mucho», afirma Rosa Mendoza, del grupo de comunicación de las Hijas de la Caridad.
El 27 de noviembre, la religiosa recibió otra visita de la Virgen, sobre un globo terráqueo, pisando una serpiente y con rayos de luz saliendo de sus manos. A su alrededor figuraban las palabras: «Oh, María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti». Al poco, el marco ovalado en el que aparecía la Virgen dio la vuelta y apareció un círculo de doce estrellas con una gran letra M bajo una cruz, además de dos corazones, los de Jesús y María. La misión estaba clara: Catalina debía ir a su confesor para mandar imprimir medallas con estas imágenes, bajo la promesa de que «todo el que la lleve recibirá grandes gracias».
Cuando contó todo esto a su director espiritual, este puso los hechos en conocimiento de la diócesis de París, cuya investigación canónica concluyó afirmando que la medalla era «de origen sobrenatural». Un aval importante que apoyó la veracidad del objeto fue su difusión durante la epidemia de cólera que asoló París en 1832. A la medalla se le atribuyeron entonces muchas curaciones y numerosas conversiones.
Hubo más hechos inexplicables, como un incendio en un edificio cercano a la casa de las religiosas cuyas llamas se extinguieron cuando las hermanas arrojaron dentro varias medallas. Así, poco a poco, a la medalla se la empezó a denominar de manera popular la Medalla Milagrosa.
«Lo curioso de todo es que santa Catalina nunca dijo a nadie ni pío, salvo a su confesor», afirma Rosa Mendoza. «De hecho, hay quien la llama por este motivo la santa del silencio. Solamente poco antes de morir, ya anciana, le dijo a su superiora que las medallas no se estaban difundiendo todo lo que la Virgen quería, y que la imagen del reverso no se estaba imprimiendo según lo que vio. Fue de este modo como finalmente se supo que la vidente había sido ella: Catalina».
Hasta entonces, la santa había sido «una hija de la Caridad más», dice Mendoza. «Su vida fue muy monótona: servía a los ancianos y cuidaba de las vacas de la casa a la que fue destinada. Sirvió a los pobres hasta agotarse, como una buena religiosa. Fue fiel y vivió haciendo el bien sin hacer ruido».
En 1876, al morir santa Catalina, se habían impreso ya un millón de copias de la Medalla Milagrosa. Desde entonces muchos santos han contribuido a su difusión: el Cura de Ars, Bernardita Soubirous, Teresa de Lisieux, Maximiliano Kolbe, Juan Pablo II… Santa Teresa de Calcuta repartió miles e incluso mandó esconder una en el Kremlin para propiciar la conversión de Rusia.