4 de noviembre: san Carlos Borromeo, el obispo enchufado al que dispararon por la espalda
Sobrino del Papa, en lugar de llevar una vida regalada, el obispo de Milán abanderó las reformas de Trento en Italia. Sobre todo, rediseñó el ministerio y la formación de los sacerdotes de un modo que subsiste hasta hoy
Hubo un tiempo en la Iglesia en el que si tenías un buen enchufe podías llegar muy lejos. El que tenía Carlos Borromeo era insuperable: era el sobrino del mismísimo Papa Pío IV. Pero, lejos de vivir de las rentas, eso le dio la posibilidad de prestar un servicio a la Iglesia que dura incluso hasta nuestros días. Borromeo nació el 2 de octubre de 1538 en Arona (Italia), en el seno de una familia rica y noble. A los 8 años de edad recibió la tonsura clerical. A los 12, se le otorgó el título de comendador de una abadía benedictina que le reportaba una renta anual considerable, que él utilizaba para hacer caridad con los pobres.
La temprana muerte de un hermano le alejó de las diversiones de los jóvenes de su tiempo y de su posición. A partir de entonces se condujo por una senda más reflexiva, en línea con los estudios humanistas que había recibido. Esta vida tranquila fue zarandeada en 1559, cuando su tío Gian Angelo Medici di Marignano fue elegido Papa con el nombre de Pío IV. Una de las primeras decisiones que tomó fue la de llamar a su lado a su sobrino para ayudarlo en su labor, en un caso claro de nepotismo —del italiano nepote: sobrino o nieto, según el contexto—.
Ese enchufe debió de resultar en su época, cuando menos, escandaloso: en menos de un año, Borromeo fue nombrado protonotario apostólico, administrador de la diócesis de Milán, secretario de Estado vaticano y cardenal de la Iglesia católica; todo un sprint en una carrera eclesiástica que no había hecho nada más que comenzar. Y eso sin siquiera haber sido ordenado sacerdote, ya que lo fue más tarde, en 1563.
Eran los tiempos del Concilio de Trento, cuyas sesiones se venían sucediendo con frecuentes interrupciones desde 1545. «La Iglesia afrontaba entonces controversias por las reformas no católicas que se estaban desarrollando en ese momento en Europa», cuenta Andrés Martínez Esteban, profesor de Historia de la Iglesia en la Universidad Eclesiástica San Dámaso.
Aquella reunión de los principales hombres de Iglesia del momento «no fue solo un concilio contra Lutero —aclara el profesor de San Dámaso—, sino que fue más allá, aportando novedades buenas a la vida de la Iglesia católica. De hecho, hoy ya no se habla de ese concilio en el sentido de una reforma, sino de una renovación».
Recorrió toda su diócesis
Aquí encaja la figura de Borromeo; no solo porque participó en última sesión, entre los años 1562 y 1563, sino sobre todo porque después llevó sus resoluciones a la práctica en la diócesis de Milán, y, por extensión, a toda Italia. Martínez Esteban destaca fundamentalmente tres aspectos: «En primer lugar se empeñó en la reforma del clero, tratando de formar sacerdotes que no se guiaran por los beneficios eclesiásticos tan comunes en esa época, sino que tuvieran la santidad como meta principal de su ministerio».
En segundo lugar, «fue de los primeros hombres de Iglesia en aplicar en su diócesis una de las grandes novedades de Trento: los seminarios; porque hasta entonces no existían tal como hoy los conocemos». Finalmente se ocupó del laicado, «promoviendo misiones populares para formarlos y difundiendo un catecismo que ayudara para ello».

Otra de las novedades de Trento fue la obligatoriedad de que los obispos residieran en su diócesis para conocerla y promover la fe, algo que en los últimos siglos se había dejado de lado. Borromeo se lo tomó en serio y llegó a realizar hasta tres visitas pastorales a lo largo de todo su territorio para conocer mejor las inquietudes de los fieles.
Con esta cercanía, empero, arriesgaba su vida, ya que le hacía más vulnerable a los ataques de aquellos que se oponían a las reformas de Trento. No en vano, en 1569, mientras se encontraba rezando en su oratorio, el obispo de Milán fue atacado por un seguidor de una corriente antirreformista. El atacante se acercó por la espalda y le disparó con un arcabuz, pero milagrosamente Borromeo salió indemne. Aún le quedaba trabajo por hacer, como el de atender a los afectados por la peste que asoló Milán entre 1576 y 1577. Murió siete años después, tras dejar un inmenso legado eclesial y espiritual. Tenía tan solo 46 años de edad.