«¡Y eso que nosotros no editamos poesía!». La editora de Sígueme se mostró así de tajante cuando me detuve a charlar con ella en su caseta de la Feria del Libro. «Pero con Daniel Faria hemos tenido que hacer una excepción, y hemos publicado sus tres libros», continuó.
Con la misma pasión me señaló que Daniel Augusto da Cunha Faria era una de las voces más prometedoras de la poesía portuguesa. Que ya había sido incluido en antologías entre los destacados del final del siglo XX. Daniel Faria, como firmaba los libros, sintió pronto su vocación religiosa. Tras cursar Teología en la Universidad Católica Portuguesa, y Lenguas y Literaturas Modernas en la Universidad de Oporto, en otoño de 1997, con apenas 26 años, ingresó como postulante en el monasterio benedictino de San Bento da Vitória, que depende del monasterio de Singeverga. Un año después iniciaba el noviciado. El 9 de junio de 1999 el joven poeta sufrió un accidente doméstico y marchó a la Casa del Padre. «Vaya… un benedictino que escribe poesía y muere joven, ¡interesante!», me dije.
La editora puso un libro en mis manos, Hombres que son como lugares mal situados. ¡Menudo título! Una invitación irresistible. Convencido de haber hecho un gran hallazgo caigo en la cuenta, mientras buceo en internet, de que son muchos los admiradores de Faria, aunque existe poca información sobre él. Apenas una entrevista y un bellísimo discurso titulado Autorretrato del joven artista (quizá haciendo un guiño a Joyce) que impartió un año antes de su muerte en la Asociación de Periodistas y Hombres de Letras de Oporto. Precisamente en ese discurso planteaba algunas líneas maestras de su poesía.
Desde su maravillosa juventud podemos descubrir una poesía de tono meditativo y profundo, casi himnos. Ejemplo de ello es Elogio de la mujer: «El corazón de la mujer es alto/ pero no solo por eso la mujer oscila/ ella es como el navío mercante/ que llega cargado de grano», o los versos que abren la parte titulada Para el instrumento difícil del silencio: «Sé que existes y multiplicarás/ Tu falta./ Sumaré tu ausencia a mi escucha/ y tú redoblarás mi vida». Daniel Faria afirmaba de su libro, con humildad y con la clarividencia del que sabe que nadie crea nada de cero, que «no sé muy bien cómo los compuse [los poemas de ese libro]; fueron escritos cuando iba a entrar en el monasterio, y me hallaba como en estado de gracia absoluto. Sentí entonces que los poemas se nos dan. Construirlos es un ejercicio de obediencia».