Entrando a la sala nos encontramos en un escenario onírico y en pocos segundos nos recibe la sonriente Emily Dickinson, ofreciéndonos un trozo de tarta de chocolate que ha preparado ella misma. En un diálogo entablado directamente con el público, parece que nos asomamos al jardín y a la casa donde habitó la poeta en Amherst, Massachusetts, pero donde realmente estamos asomándonos es al interior del alma de esta mujer, que desnuda su interior ante nosotros y nos cuenta su vida.
«El alma escoge su propia compañía, luego cierra la puerta», sentencia Emily como explicándonos el porqué de su elegida reclusión donde dice refugiarse del cotilleo del mundo exterior, de la burla, la incomprensión y el desaire de los hombres y mujeres de su pueblo. Un personaje dibujado con precisión, una mujer intensa, vitalista, sensible, a veces eufórica y hasta un tanto infantil, Emily va mostrándose al público con desparpajo y hace que nos encontremos con un ser burbujeante, que mira con curiosidad a la realidad y al mundo que le rodea y se le va la vida en intentar comprenderlo.
Existe el peligro en la obra de concebir ese desparpajo del personaje como algo cómico y hacer reír a un público que no sabe cuándo reír, que confunde la profunda contemplación de los recovecos de la personalidad de Dickinson con el chiste que provoca la carcajada o que se sitúa en un plano superior al de la época, sin comprender el contexto cultural, religioso y social en que la poeta vivía, trasladando el diálogo a la actualidad y por tanto, soltando la expuesta risa, el pretencioso resoplido o incluso el comentario perspicaz. Pero ese no es problema de la obra sino de la aproximación con la que nos dirijamos a contemplar el teatro.
William Luce, autor de la obra, nos guía en un recorrido por la vida de Dickinson, desde sus años mozos hasta su muerte, y lo hace a través de un guion plagado de la poesía de Emily y la interacción recreada con su padre, familiares y amigos. Juan Pastor, director de esta propuesta, dice que la obra es «un cambio de perspectiva sobre lo que fue su vida, una visión distanciada y madura de la experiencia humana, de una vida ya vivida. Así nos sentimos transportados a un mundo de esencias, donde el tiempo –siempre sujeto a circunstancias- parece no existir».
La escenografía de la obra, la iluminación y la música hacen un marco completo y perfecto que nos transporta a esa atemporalidad de la que Pastor habla y nos asoma, entre oscuridades, vientos y extravagancias de la personalidad, al alma de la poetisa, quien afirma que la soledad en la que todos creían vivía no existió: «Nunca me quedaba sola, Dios estaba sentado mirando en lo profundo de mi alma».
Finalmente, una verdadera ovación se merece la interpretación de María Pastor, quien hace un papel excelente, y encarna a Emily Dickinson de una manera perfecta; se adueña del escenario sin decaer un solo momento a pesar de la duración de la obra y lo ilumina, lo hace suyo y nos invita de tal manera que también lo hace nuestro.
En resumen, recomiendo ampliamente la obra y sugiero acercarse a la misma como quien se dirige a contemplar el interior de una persona, a descubrir la personalidad de la misteriosa poeta, su pregunta por el mundo, por su realidad y por su estar en ella.
★★★★★
Teatro Guindalera
Calle Martínez Izquierdo, 20
Diego de León
OBRA FINALIZADA