«No somos aprendices de cura»
Hay algo más de 400 diáconos permanentes en España, muchos de ellos hombres casados que sirven a la Iglesia mientras trabajan para mantener a sus familias
«Un diácono permanente no es ni un aprendiz de cura, ni un catequista con galones, ni un monaguillo con pelos en las piernas. Es un hombre consagrado a Dios para configurarse con el Cristo que le lava los pies a los apóstoles». Habla Jaime Noguera, colaborador de Alfa y Omega y uno de los 34 diáconos permanentes en la archidiócesis de Madrid. Le ordenó el 21 de mayo el obispo auxiliar, monseñor Juan Antonio Martínez Camino, culminando un largo camino que comenzó muchos años atrás cuando, de forma inesperada, el párroco de la iglesia del Buen Suceso le habló como quien no quiere la cosa del diaconado permanente. «Después de pasarme varios días pensando, le llamé: “Don Miguel, ¿por qué me has hablado de este tema?”. Y él me contestó literalmente: “No fui yo, la burra de Baalam te habló”. Y es que realmente es así. No es una decisión tuya, sino de Otro que tira de ti».
Lo primero que hizo Noguera fue pedirle permiso a su mujer. «También a mis hijas, aunque no tuviera obligación de hacerlo. La mayor me dijo: “Tú nunca me has puesto pegas a nada que te haya pedido. Sé feliz”. La pequeña me respondió: “Es una gracia de Dios”. La reacción más sorprendente fue la de mi hija mediana, típicamente femenina, muy pragmática: “¿Qué implicaciones va a tener esto para nuestra familia? ¡Y no me vengas con el cuento del tiempo de calidad!”. En cuanto se lo expliqué todo, me dio su apoyo».
«Pentecostés no fue una broma»
El diaconado permanente existía en la Iglesia antigua y fue reinstaurado por el Concilio Vaticano II. A diferencia del no permanente, no es un simple paso hacia el sacerdocio. En la actualidad hay unos 400 diáconos permanentes en España. El primero se ordenó en Barcelona en 1980, mientras que Tenerife y Oviedo no ordenaron a sus primeros diáconos hasta finales de 2015. Son biografías que se caracterizan por un compromiso eclesial que va creciendo con el tiempo, aunque Noguera advierte de que es erróneo identificar el diaconado con un grado superior de implicación. «Para eso no hace falta ordenarse. Además, muchas de esas cosas que hacemos los diáconos las puede hacer también un laico en situaciones extraordinarias o incluso de forma ordinaria: bautizar, bendecir, repartir la comunión…».
Es la consagración lo que –asegura– marca la diferencia. «Lo de Pentecostés no fue broma. La efusión del Espíritu a través de las manos del obispo te da una fuerza que no puedes explicar. Estar consagrado significa ser imagen en el mundo de Cristo servidor, configurar tu vida para la caridad y el servicio, ayudar al sacerdote para que pueda celebrar los sacramentos con la mayor dignidad, también predicar –que no es simplemente decir lo que piensas–…». Y todo eso «sin hacer ruido, porque debes tener muy claro que el protagonista no eres tú».
En el proceso de formación y discernimiento (tres años de estudio de Ciencias Religiosas), «lo más importante es ir creciendo en la oración. Poco a poco te vas acostumbrando al rezo del oficio divino. Y vas aprendiendo a dejarte acompañar por el Señor. Cuando percibes que es Él quien dirige tu oración y permites que mande en tu vida, todo empieza a ir mucho mejor».
«No podemos costar dinero»
El diácono permanente no recibe un sueldo de la diócesis y, a menudo, tiene que mantener a su familia. «Una de nuestras primeras obligaciones es no costarle dinero a la Iglesia», cuenta Jaime Noguera, que trabaja consultor y tiene experiencia en puestos directivos en varias empresas.
No siempre es fácil la conciliación de horarios ni de valores, «pero Dios no te pide que vivas en un mundo ideal, distinto del real. Eso sí, tienes que mantener una coherencia». ¿Es difícil mantenerla? «Realmente, difícil no es, lo que pasa es que cuesta dinero», responde sin dudarlo. «Supone tener que renunciar a veces a unas expectativas profesionales. Hace 20 años, yo podía decirme a mí mismo que hay una justificación para según qué cosas, y ahora tengo claro que no la hay».
¿Ejemplos? «Negarte a hacer despidos para reforzar la cuota de resultados. O no estar dispuesto a que se hagan operaciones que no sean transparentes. Por cosas así te puedes encontrar en la calle».
Abundan también las gratificaciones inesperadas. «A un grupo de empleados les dije que yo estaba allí para quererles y para que me quisieran. Algunos me miraron con extrañeza, pero cuando hablas a las personas así, después algunas se te acercan. Me han llegado a contar cosas que compañeros suyos desde hace 15 o 20 años desconocían. El amor al prójimo tiene que ser algo concreto, no abstracto y genérico. ¿Cómo se aplica esto en el mundo de las organizaciones? De entrada, conociendo a las personas y su realidad».
A la inversa, esa experiencia de más de 20 años en la consultoría le ha servido a Jaime Noguera de ayuda para acompañar situaciones difíciles en las parroquias, «quizá porque no me abruma ninguna situación por retorcida que parezca».
Sale a relucir el caso de un divorciado vuelto a casar y de su pareja, a quienes preparó para el Bautismo de su hija. El hombre está convencido de la nulidad de su primer matrimonio. «No he encontrado aún a un canonista que supiera darles una solución y para ellos es una herida tremenda», cuenta Noguera. Mientras tanto, es necesario un acompañamiento. ¿Cómo se hace? «Pues todavía no lo sé. Cuando veo que pasan unos días sin que me hayan llamado, les llamo yo: “Venga, vamos a tomarnos una caña”. Así les haces saber que no están solos, y que ya saldrá lo que tenga que salir».