Elie Wiesel: la transfusión de la memoria
La última vez que leí una cita de Elie Wiesel, el Premio Nobel de la Paz fallecido en Nueva York el 2 de julio de 2016, fue en el discurso del Papa Francisco en la recepción del Premio Carlomagno. El pontífice lo recordó al referirse a la «transfusión de la memoria» para evitar la repetición de los errores del pasado. De eso sabía bastante Wiesel que padeció los horrores de los campos de Auschwitz y Buchenwald, con apenas dieciséis años, con la demoledora experiencia de perder allí a sus padres y a una hermana. Su único delito era su condición de judíos en el tiempo de una ideología asesina que dividía a los seres humanos en «infrahombres» y «superhombres».
Elie Wiesel tenía sobradas «razones» para encerrarse en sí mismo tras haber dejado atrás aquella pesadilla o para alimentar sentimientos de venganza que le llevaran a una nueva prisión de por vida. Sin embargo, no fue así y sus tareas de periodista y escritor estuvieron dedicadas en el rescate de la memoria de las atrocidades padecidas por él y su familia, siempre con el objetivo de evitar que volvieran a pasar.
En su discurso de recepción del Nobel de 1986 se identifica con un adolescente que pregunta a su padre cómo podían suceder tales cosas en el siglo XX, pues ya no vivíamos en la Edad Media. La pregunta está cargada de ingenuidad, pues implica haber asumido la creencia de que el progreso técnico tenía que haber hecho mejores personas. Pero las ideologías, sean del signo que sean, no bastan para transformar al ser humano en el «hombre nuevo», soñado por los totalitarismos. También otros se preguntaron cómo podían suceder hechos tan inhumanos en Alemania, la patria de Goethe.
La transfusión de la memoria sigue siendo una necesidad urgente en una época como la nuestra de individuos-masa que se ocultan en ellos mismos o en pequeños grupos en los que se sienten seguros. Esto es muy propio de un mundo desorientado que no busca referencias en el pasado y se aterra ante el futuro. Hay que hacer una transfusión de la memoria para superar la temible barrera de la indiferencia. Wiesel no podía olvidar lo vivido, que conllevó la pérdida de su familia y de su fe judía. En su trilogía La noche, El alba y El día llegará a escribir que ante la pregunta de dónde estaba Dios en esos momentos, sentirá una voz interior que le responde: en los hombres colgados de la horca de los campos de exterminio. Wiesel enlaza así con una tradición humanista que también es la de la filosofía del mundo clásico, la misma que llevó a Séneca a proclamar que el hombre es algo sagrado para el hombre.
Los últimos años de la vida de Wiesel no estuvieron exentos de polémica. Se vio atacado, incluso físicamente, por los negadores de la existencia de los campos y también por aquellos que aseguraban que algunos judíos habían puesto en marcha una rentable «industria» del Holocausto para obtener ingresos por medio del victimismo. Otros aseguraron que los libros de Wiesel que le dieran fama tampoco habían sido escritos por él. En cualquier caso, libros como La noche, habrían sido muy diferentes si un Elie Wiesel, un periodista de veintiséis años, no se hubiera encontrado con un veterano novelista católico, el Premio Nobel François Mauriac, de sesenta y nueve años. Su encuentro para una entrevista acabó, en un principio, con una fuerte discrepancia: ¿qué comparación podía establecerse entre el sufrimiento del Cristo en la cruz de Mauriac y el de los seis millones de judíos sacrificados por el nazismo? Wiesel no lo veía comparable y salió airado de la casa de Mauriac, pero éste le detuvo y le invitó a pasar de nuevo, no para darle argumentos sino para pedirle que le hablara claro y le contara todas las atrocidades que había vivido. Fueron varias horas de desahogo y de escucha, que culminaron en un abrazo entre los dos hombres. Poco tiempo después, Mauriac le dedicó un libro con estas palabras: «A Elie Wiesel, un niño judío que fue crucificado». No se tomó a bien la dedicatoria, pero luego se daría a cuenta de que era una forma con la que el escritor francés le demostraba su cariño.
Elie Wiesel dedicó también sus energías a luchar contra otras formas de opresión en el mundo de nuestros días. Sus palabras no solo eran para recordar el Holocausto. También fueron empleadas en defender a Sajarov, Walesa, Mandela, los kurdos, los camboyanos, los desparecidos argentinos, o incluso a las víctimas palestinas. No había que silenciar aquellas situaciones, en las que no cabía ni el olvido ni la neutralidad, actitudes que, según recordó al recibir el Nobel, ayudan a los opresores, nunca a las víctimas. El olvido no cabe cuando la dignidad humana es pisoteada. El sufrimiento es mayor cuando las víctimas sienten que están siendo olvidadas.
La memoria de Wiesel nos sirve también para recordar lo evidente: en las relaciones internacionales, los Estados y sus intereses ya no son los únicos protagonistas. Lo son también los individuos concretos, con sus sufrimientos y esperanzas, su dignidad y sus derechos, sin los que no se puede construir ninguna paz.