En marzo de 2024 Francia se convertía en el primer país del mundo en incluir el aborto como un derecho constitucional. La inmensa mayoría de la Asamblea Nacional votó el cambio de la Carta Magna para blindarlo. Nueve meses después, en el Principado de Mónaco, enclavado en la Riviera Francesa, Alberto II de Mónaco se ha negado a firmar el proyecto de ley aprobado por el Consejo Nacional que pretendía pasar de un aborto despenalizado al aborto legalizado. El príncipe Alberto recordaba la identidad del país, según recoge su Constitución, considerando el catolicismo como la religión del Estado. Sancionar esa ley supondría «dejar de reconocerse en esos valores sociales del cristianismo». Es una decisión coherente y valiente, tomada a contracorriente, que deja en evidencia a una Francia que hace gala de un laicismo frecuentemente anticristiano. Recuerda sin duda a aquel 4 de abril de 1990 en el que el rey Balduino de Bélgica, un hombre de profundas convicciones cristianas, renunció temporalmente a la corona para eludir la firma de la ley de la legalización del aborto aprobada por el Gobierno belga.
En España, el Ejecutivo ha iniciado los trámites para seguir la estela de Macron, aunque sin apoyos suficientes para reformar la Carta Magna. Por ahora no saldrá adelante. Lo que sí están consiguiendo —aunque hay varias autonomías rebeldes— es el registro de médicos objetores de conciencia. Esta línea gubernamental pretende anular a quien pueda pensar algo tan obvio como que el aborto es matar a un bebé inocente aún no nacido. La decisión de Alberto de Mónaco es todo un espaldarazo para todos los que por principios deciden objetar, y ánimo para quienes defienden públicamente el derecho sagrado de la vida.