Al inicio de su libro El año del pensamiento mágico, Joan Didion escribe: «La vida cambia deprisa. / La vida cambia en un instante. / Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba». La autora narra el duelo tras la muerte inesperada de su marido, el escritor John Gregory Dunne. Los hechos que precedieron al infarto fueron normales, dice en el libro. La misma autora refiere que en el informe de la comisión del 11S se especifica que ese martes fatídico del atentado terrorista «amaneció templado y casi sin nubes en el este de Estados Unidos». Es decir, cuando sucede lo imprevisible nos choca que los instantes previos sean cotidianos y nada presagie el derrumbe de la normalidad.
Paul Auster escribió algo parecido al inicio de Diario de invierno: «Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro».
Nuestro deseo es que lo que llamamos normalidad se perpetúe. No se termine. Sea igual que una montaña: inamovible. Pero no. Un día ocurre lo impensado. Lo inesperado cae como un meteorito que acaba el paisaje antiguo. Provoca el cambio, se produce una fractura que derrumba lo antiguo.
Un día un ucraniano va al trabajo y al día siguiente está llamado a filas para luchar contra los rusos. Un día una familia de palestinos pasea por las calles de Gaza y al día siguiente muere en una exposición y esa calle de Gaza desparece del mapa.
Un día sales a la calle y al otro la COVID-19 te obliga a estar recluido y nunca pensaste en la maravilla de salir a comprar el pan o tirar la basura.
O vas al médico por un bultito de nada y te diagnostican un cáncer galopante y tu agenda te mira de brazos cruzados, como alguien que ha sido descubierto en una impostora.
O te caes y te quedas postrado en una silla de ruedas. O tu novia te deja. O sencillamente envejeces y tu cuerpo se va volviendo tu mayor dificultad.
Da lo mismo. Nada se está quieto nunca y, sin embargo, seguimos sin aceptar este cambio permanente al que llamamos vida. La experiencia de Buda no es otra cosa que ese descubrimiento: sufrimos porque nos aferramos a lo que no es permanente. Casi todo nuestro sufrimiento se deriva de querer que la realidad sea de otra manera a como es. Nos cabreamos cuando las cosas no se ajustan a nuestra idea de cómo deben ser las cosas.
El otro día leía a Joko Beck, maestra zen que pasó su vida en San Francisco. Ella emplea una imagen que me incomoda por lo que tiene de cierto. Dice que desde el momento en que nacemos somos como alguien que está cayendo de la cima de un rascacielos. La caída es inevitable, no hay vuelta atrás. El impacto sucederá. Lo queramos o no, no podemos frenar el descenso. Caemos sin remedio, pero sufrimos en la caída anticipando el impacto brutal del cuerpo contra el asfalto. Adelantando el choque, juzgándolo y pensando que no debería producirse. Siendo esta la situación, y sin saber lo que esa caída nos depara, la buena noticia es podemos aspirar a que en la cuarta o la quinta planta nos olvidemos de la caída y digamos, con asombro:
—¡Oh, qué nubes tan bonitas! ¡Y qué bien huele el aire después de la lluvia! ¡Mira que pájaro!
La eternidad no es otra cosa que ese olvido de la caída, mientras amamos. Mientras prestamos atención. A veces, mientras seguimos cayendo, no anticipamos el impacto con el suelo, y ese instante es el amor. Jugando con el hijo, charlando con una amiga mientras bebemos, riendo con los alumnos en una clase disparatada, siendo abrazado por otro cuerpo cuando anochece, leyendo aquel poema que me recuerda la maravilla de estar vivo.
La vida cambia en un instante, sí, y no estoy preparado, ahora mismo, para más imprevisibles. No obstante, sé que nunca voy a estarlo. Y que la única manera de estarlo es prestar atención a este instante en el que estoy. En el que caigo. Y luego al otro instante. Y así hasta el instante del impacto, que quizá no sea más que eso: un solo instante que pasará.
Llueve, es medianoche, no sé qué va a pasar mañana. Ignoro si todo seguirá como hasta ahora o habrá un cambio drástico que desplace mi vida a un territorio nuevo. Da lo mismo. Mientras caigo, quiero ser agradecido.