Entro en la terraza de mi facultad con un libro de Murakami bajo el brazo, tomo asiento en una mesa, bebo un sorbo de cerveza y me pongo a leer. Estoy rodeado de alumnos, mesas llenas de veinteañeros tatuados que conversan sobre sus amoríos o la próxima fiesta o que rajan del profesor de turno, lo habitual. Y pienso entonces que es raro, pero en los años que llevo aquí he visto pocas veces una escena como esta. No es frecuente ver a un profesor con un libro, leyendo entre dos clases o en su rato libre. Y acaso tiene que ver con la falta de lectores. Quiero decir que soy consciente de que así, leyendo en un lugar público, influyo más en los estudiantes que en el aula, cuando teorizo acerca de las bondades de la lectura. Un ejemplo es siempre más poderoso que la palabrería. Lo digo pensando que un libro sobre el amor es ridículo al lado de mi abuela materna, que tras enviudar mete el pañuelo de mi abuelo bajo la almohada y le canta cada noche. Los padres lo sabemos: un hijo termina haciendo lo que ve en casa, no lo que se le dice. Nadie puede hablar de la literatura con entusiasmo si antes no ha tenido un encuentro amoroso con unas cuantas páginas. Si no ha sido salvado del tedio por unas cuantas palabras colocadas en un determinado orden.
Los libros no se imponen, son amantes tímidos que expresan nuestra atención mirándonos de soslayo, sin atreverse a una declaración abierta.
En los centros escolares se ha implantado lo que los gobiernos han venido llamando Plan de Fomento de la Lectura. Una desgracia como tantas otras que acaba degenerando en charlatanería académica y actividades el Día del Libro. Actividades y charlas en las que se les dice a los estudiantes que deben leer, y lo dicen normalmente maestros y profesores sin un hábito lector, que repiten el mantra porque es lo que toca. Igual que pasa con la ecología o tantos otros asuntos punzantes. De manera que niños, hay que leer. Leer es bueno y recomendable y os hará mejores personas (discutible, si pensamos en tantos buenos lectores que han sido verdaderos monstruos en sus intimidades). Pero los alumnos no son tontos y se acercan al entusiasmo, no al discurso memorizado. Yo mismo fui un adolescente que rehuía la lectura porque se me obligaba, porque asociaba el libro con el castigo. Quizá por eso no soy yo de leer cuentos a los hijos cada noche sino de ponerme a lo mío. Los niños ven muchos libros en mi casa y creo que eso basta, de momento. Me ven leer a mí, continuamente. Saben que mi vida y la escritura no pueden separarse. Que la lectura se parece a la respiración asistida, en el caso de algunas vidas.
De modo que sé que soy mejor embajador de la literatura en esta cafetería, leyendo una novela de Murakami y bebiendo cerveza, que impartiendo mi asignatura o en una conferencia. De hecho, no es raro que algún alumno se me acerque y me pregunte qué estás leyendo o de qué va ese libro, profe. Y en esa interacción espontánea pienso que empieza el verdadero discipulado. Leemos no porque nadie nos lo haya ordenado o porque sea bueno sino porque un libro nos dijo algo alguna vez en voz baja, como un secreto dicho al oído, en una muchedumbre. La lectura no necesita adeptos o defensores sino amantes. Y si no lee todo el mundo hasta mejor. También es hermoso hablar sobre lo último de Omar Montes o despotricar de los profesores, que hasta lo merecemos. Lo importante, creo, es hacer las cosas desde el amor. Porque el amor nos hace guapos, hagamos lo que hagamos. Cuando eso ocurre, los que te miran verán atractivo lo que antes parecía una pérdida de tiempo. Un hombre a solas con un libro, con suerte, empezará a parecerles una aventura.