La discordia del corazón - Alfa y Omega

Hace unos días Ana Iris Simón escribía un artículo sobre madres resignadas y padrazos. Porque parece que hoy proliferan las mujeres decepcionadas con la maternidad, a la vez que la paternidad resurge. Dicha tendencia tiene que ver, como argumenta Ana Iris, con un combate ideológico que trata de desligar feminidad y maternidad: se permite a los hombres ver en la paternidad el sentido de su existencia, pero una mujer no puede considerar que cumple su vida al ser madre so pena de ser acusada de «refundar la Sección Femenina con brilli brilli». El modelo feminista dominante, argumenta ella, es capitalista: «Si antaño el imperativo social era ser un perfecto ángel del hogar, hoy el mandato es basar nuestra identidad en lo que producimos y consumimos. Y en ese marco, la maternidad supone un escollo no solo en la carrera laboral sino en la autorrealización». Pero esa lucha ideológica no es el tema de este artículo, sino la razón por la que dicho relato cuaja en nuestra sociedad. Por muy torcido que esté el argumento, lo cierto es que funciona. Y si lo hace no es solo por el impulso de la publicidad y de cierta educación; también se debe a la capacidad que parece tener de explicar y resolver un problema humano.

Ana Iris lo menciona: «Algunas de ellas dicen que visibilizan la “maternidad real”, como si la oscuridad fuera más real que la luz». El amarre con la vida de estos relatos son los pesares que tienen todas las madres. Para ellos el sacrificio desmiente la maternidad. Es fácil argumentar en contra que la maternidad tiene sus luces y sus sombras. Cargar las tintas únicamente sobre una parte no nos hace más sinceros. Pero contradecir la parcialidad del relato de ese feminismo no da razones por las que merece la pena ser madre y apostar por la luz. 

Por eso, es importante notar lo realmente venenoso: el opio del pueblo es la ilusión de acabar con las contrariedades de la vida, como si al prescindir de la maternidad por fin la mujer pudiese llegar a realizarse. Donde estas mujeres se engañan —o nos engañan— es en el aparente descubrimiento de una vida redonda y sin contrastes, una vez se abandone la maternidad. Tan falso es su relato como el de la felicidad angelical de las instamamis. Por eso, el problema esencial de nuestro tiempo no es la ideología en sí. Sino la necesidad que tenemos de acudir a ella para tratar de eludir la vida real que tan poco soportamos.

En este punto no sirven los reproches morales contra el egoísmo. Es necesario aceptar el claroscuro que constituye el corazón de toda experiencia humana. Porque ni prescindir de la maternidad ni optar por ella despejarán de una vez todas las penumbras de la vida: «¡Siento en lo más íntimo de mi interior esa discordia del corazón humano, que ni puede egoístamente romper con todo ni es capaz de ofrecerlo todo con amabilidad!», escribió Kierkegaard.

Por eso, la vida cotidiana solo se puede narrar como una antología de contrastes. En la decisión de unirse a alguien para siempre están contenidas todas las contradicciones de la entraña humana que acompañarán el resto de la vida. Pero la decisión de no entregarse degusta no menos sinsabores: soledades, angustias, ausencia de sentido. No hay nada que podamos hacer para apurar las tensiones intestinas que burbujean en nuestro interior. 

Además, las dificultades circunstanciales sacarán a flote miles de deseos dispersos que estaban agazapados en el interior y harán que sintamos como más verdadera la contradicción que aquello que creíamos amar. Los defectos de la propia pareja se ven mucho mejor a la luz de terceras personas. La falta de sueño durante la infancia de los hijos cansa, puede generar cierto arrepentimiento y nostalgia de la soltería. Lo mismo ocurre con el desagradecimiento de los hijos adolescentes tras una vida dedicada a ellos. ¿Cuál es la verdad, el amor o sus contrincantes?

Para nuestro mundo la contradicción es la verdad y el descenso a nuestros pozos más profundos es introspección. Como si al llevar a cabo las contradicciones pudiéramos dejar atrás la oscuridad. Como si la tiniebla fuera luz reprimida. Infidelidades, parejas abiertas, ausencia de hijos… Da igual, la niebla nunca queda atrás, la angustia nunca se consume en su propio fuego.  

Por el contrario, la verdad es el camino humilde de labrar el carácter. Madurar significa asumir las propias contradicciones. Algo así entreteje Gloria Gil en el libro Soy preciosa (Albada, 2024), que ha prologado Quique Mira. Esta mujer recoge sin miedo lo nuevo y lo viejo, para que su maternidad y su vocación de esposa conquisten con suave humildad la mujer que es. Reconoce y pone nombre a las contradicciones, para situarlas junto a la claridad, con la intención de que la luz se haga cargo de la oscuridad, e incluso la haga brillar sin eliminarla. Su cansancio, su estrés, su cuerpo de madre.… Todo queda recogido en ese camino hacia la verdad de toda su vida.