Ametralladoras en la maleza - Alfa y Omega

Distrito de Tiro, en el Líbano. La colina junto al pueblo de Tayrharfa domina una cadena de otras más bajas, cubiertas de matorrales verdes. Hacia el sur se ven Jal el Alam, Hanita, Bahaira y Habd Jareen, cuatro bases militares israelíes situadas a lo largo de la frontera con el Líbano. Todas parecen iguales: edificios bajos rodeados de muros sobre los que se elevan antenas desde las que los soldados judíos disparan su artillería contra las aldeas libanesas adyacentes y las posiciones de Hizbulá. Los soldados chiíes se esconden en los bosques desde donde bombardean Israel e intentan acercarse a las posiciones enemigas. Ráfagas secas de ametralladora resuenan en el silencio. Desde Hanita, los israelíes divisan a los hombres de Hizbulá y abren fuego para ahuyentarlos. Al cabo de unos minutos, una de las colinas empieza a arder. El Ejército israelí arroja combustible para prender fuego a la maleza y dificultar el trabajo del enemigo. Escenas que se viven a diario desde el 7 de octubre de 2023, cuando la frontera entre Israel y el Líbano se convirtió en escenario de bombardeos entre los israelíes y Hizbulá, con el riesgo de que estallara una guerra en cualquier momento. Hasta ahora, no ha estallado.

A dos kilómetros de la frontera, Tarhayfa es el último pueblo libanés antes del Estado judío. Para llegar a él, hay que conducir desde Tiro y tomar una carretera entre las colinas. En el asiento del conductor va un chico joven con pantalones militares; del cuello cuelga la efigie del imán Alí, una de las figuras religiosas más importantes para los chiíes. Se llama Mohamed, tiene 23 años y es miembro de Hizbulá desde los 14. «Si me lo ordenaran, iría directamente al frente, por Hizbulá estoy dispuesto a morir», afirma. Sin embargo, como es el único hijo varón de su familia, le han pedido que no se aliste para poder cuidar de sus padres y hermanas.

Subiendo por la carretera, no se encuentra con casi nadie. La mayoría de los civiles han huido por miedo a los bombardeos. Ni siquiera se ven soldados, salvo dos hombres con uniforme del Ejército libanés que permanecen en el puesto de control. Estos territorios no están bajo el control de las Fuerzas Armadas sino de Hizbulá, cuyos hombres permanecen ocultos entre las ramas. Así lo demuestran las pancartas que sobresalen de la carretera. «Gracias por lo que hacéis. Que Alá os acompañe»,

Tayrharfa es ahora un bloque de casas vacías rodeadas de bosques. Una de ellas ha sido destruida por un misil, las demás están todas en pie, envueltas en un silencio solo interrumpido por cañonazos, sin que ninguno de los dos ejércitos ataque frontalmente. Un enfrentamiento estático que dura nueve meses y que, si no degenera en guerra, podría prolongarse mucho más.

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