Una madre joven se acerca para hacer una confidencia. Su sufrimiento crece. Sus dos hijos, pequeños todavía, llevan diez días sin hablarse. Comida separada. Juegos sin cruzar miradas. Frialdad y desapego. Es como una herida que la rompe el corazón, que se desangra cada día que pasa.
Otra madre de mediana edad llora por sus crianzas. Jóvenes aun, llevan diez meses distanciados. Opiniones diversas, encontronazos frecuentes. El contacto es inexistente. Bajo el mismo techo, pero con los cuchillos afilados; esas pocas palabras que cuando se utilizan, son para herir o desgarrar.
La gran madre, ya anciana, sufre en sus últimos alientos. Sus hijos, incapaces de compartir nada juntos, tienen diez años a sus espaldas de reproches, de insultos, de rencores… El dolor se mide por ese tiempo que puede ser puente o abismo. Y cuando el abismo asoma, el pecho maternal tiembla, suspira, gime en silencio.
¿Os imagináis mil años sin hablarse? ¿Qué madre aguantaría este calvario? Viendo a sus hijos caminando sin cruzarse, en sus proyectos y en sus mundos. Con el orgullo de ser hijos pero sin dirigirse la palabra. Así la Iglesia llora. Ese Dios Padre- Madre seca sus lágrimas porque mil años de dolor son muchos años esperando un abrazo. Y ese abrazo ha llegado: Francisco y Cirilo, dos hermanos de sangre, han visualizado la ternura de Dios.
Es tiempo de encuentros. Gente diferente: culturas, religiones, formas de pensar, ideologías, procedencias, razas, sensibilidades sociales. Pero por encima de todo, hijos de un mismo Dios. Una madre que nos mira, y que se debate entre el dolor de observarnos ausentes y confrontados, y la confianza del encuentro y del abrazo. Tiempo para buscar zonas comunes. Para la escucha y la paciencia. Para calzarse los zapatos de nuestros hermanos. Todo es posible después de mil años…
Santos Urías Ibáñez