Encargados del mundo - Alfa y Omega

Estoy en esa etapa vital que no es ni juvenil ni adulta. Para los adultos sigo siendo insultantemente joven, pero unas canas furtivas me delatan. Para los más jóvenes, en cambio, soy adulto; me tratarían de usted si supieran cómo hacerlo. Ambos tienen razón, supongo, pero yo, fatalmente propenso a la melancolía, sensible pese a todo al reverso lúgubre de las cosas, no puedo evitar verme ya, a mis 27, en el ecuador de una vida que me regatea, en esa mediana edad que tiene Dante cuando se adentra en el infierno. Pensador cotidiano de la muerte, creo con la certeza de los matemáticos que el tiempo que se le concede a uno tras los 50 es un don en el sentido estricto de la palabra, un bien que no cabe dar por supuesto. Estoy a otros 27, ¡23 en realidad!, años del tiempo de descuento, de una prórroga cuyo final es, por desgracia, tan seguro como el ocaso.

Hay un hecho, además, que carga de razones mi melancolía: mis amigos más diligentes ya van teniendo su primer, su segundo, su tercer hijo. El otro día conocí a Almudena, el retoño de Marieta y Didi. En su inocencia casi virginal entreví un guiño juguetón, travieso, diría que casi cruel. Ese bebé me desvelaba el paso de los años como un álbum de fotos. ¿Dónde quedó aquella edad en la que su padre y yo jugábamos al fútbol en el patio e imaginábamos futuros con chicas que no merecían la pena? ¿Qué permanece, salvo una amistad distinta, de aquella despreocupada época en la que uno apenas tenía que velar por sí mismo, gozosamente libre de otra responsabilidad que las calificaciones escolares?

Mientras me entregaba a la nostalgia y maldecía y bendecía erráticamente la fugacidad de la vida, di con un escolio de Nicolás Gómez Dávila: «La madurez del espíritu comienza cuando uno deja de sentirse encargado del mundo». Creo que sintetiza bellísimamente una idea extendida. La juventud es la edad de los grandes proyectos, de una confianza como ingenua en las propias capacidades: el joven, apasionado, cree que podrá transformar el mundo, erradicar el mal, con la sola fuerza de su ímpetu. Madurar consistiría, por tanto, en juzgar más comedidamente nuestras posibilidades y las de la realidad, en abrazar un escepticismo tan lúcido como lacerante. Los hombres maduros son aquellos que recitan como letanías una verdad primera: el mal está tan arraigado en el mundo que nosotros, seres precarios, deseosos de la gloria pero misteriosamente inclinados a la ignominia, no deberíamos aspirar a suprimirlo.

Aunque coincido con Gómez Dávila, creo que su escolio puede abocarnos a la indiferencia y a la parálisis si no lo matizamos doblemente. Quizá el hombre no pueda salvar el mundo, pero sí contribuir a su mejora o a su deterioro. Dice Chesterton que «cada acto diario es una dramática dedicación al servicio del bien o del mal». Yo añado que la madurez implica la asimilación de esta sentencia. El hombre maduro acepta la inexorabilidad del mal, pero vive la tarea de mitigarlo como el sacerdote su vocación. Sabe que no podrá eliminarlo, pero se guardará de engrandecerlo. Si bien es sensato en la consideración de sus capacidades, tiene la íntima convicción de que una vida consagrada a la transfiguración del mundo es una vida digna, noble, plena.

Como alguien podría intuir en el párrafo anterior la sombra de una ingenuidad semejante a la del joven que todavía confía en los grandes proyectos, conviene matizar por segunda vez a Gómez Dávila. Parto de la premisa de que encargarse del prójimo es la mejor manera de encargarse del mundo, de que desvelarse por el entorno es nuestro modesto modo de desvelarnos por la realidad entera. El hombre maduro recela de las grandes empresas, desconfía de los filántropos que prometen una redención. Su lema no es la indiferencia, sino la humildad. Juzga estéril que alguien se aventure a cambiar el mundo antes de haberse aventurado a cambiar su vida, que alguien vele por algo tan brumoso como la humanidad cuando ha faltado a su deber de velar por algo tan insultantemente concreto como su vecino.

Mis pensamientos regresan ahora a Didi y a Marieta, quienes, amándose como todos los esposos están llamados a hacerlo, han alcanzado una de las cimas de la madurez de espíritu según Aristóteles: la de dar la vida a un semejante y, de ese modo, brindarle una nueva esperanza al mundo entero.