El pueblo que levantó una iglesia con cantos de los campos de cultivo
Josep Maria Jujol, colaborador de Gaudí, diseñó la iglesia del Sagrado Corazón de Vistabella (Tarragona). No dudaba en unirse a los vecinos llevando carretillas si hacía falta
Vistabella es un pequeña localidad en Tarragona que jamás ha contado con municipio propio ni más de 200 habitantes. Sin embargo, esta localidad conectada en AVE directo con Madrid —está muy cerca de la estación de alta velocidad— cuenta con la iglesia del Sagrado Corazón, una joya erigida por Josep Maria Jujol, estrecho colaborador de Gaudí, quien puso al pueblo entero manos a la obra para que tuvieran un lugar donde rezar. «Entonces se aportó mucha fe, voluntad y empeño. En Cataluña la cuestión cultural era importante y era la época del modernismo floreciente», explica a Alfa y Omega Montserrat Salort, vecina de esta población y autora de los libros Vistabella y Jujol y El pequeño tesoro de Vistabella.
Sin parroquia propia y cansados de caminar varios kilómetros los domingos para acudir a Misa en la localidad adyacente de La Secuita, en 1918 sus vecinos decidieron levantar una iglesia aunque no tuvieran dinero. Un pequeño propietario cedió «un terreno reducido que tenía dentro del pueblo». Pedro Mallafré, el desahogado tío de la abuela de Montserrat, donó 150.000 pesetas de la época, aparte de «las joyas de tres generaciones» para coronar la cruz. Solo faltaba un arquitecto. Por casualidad, en esos días había uno muy prometedor trabajando en la vecina localidad de Pallaresos para Dolores y Josefa Bofarull, «dos señoritas de casa bien que, gracias a la herencia de sus padres, la estaban engalanando».
Jujol resultó ser un reputado colaborador de Gaudí. Pero aceptó por un precio simbólico trabajar en este proyecto debido a que «era muy creyente y tenía un gran sentido de la liturgia». «Se le dio total libertad para hacer lo que quisiera», resalta Salort. Aunque «tuvo que luchar bastante con las normas de construcción que había entonces en la Iglesia, porque se exigía que la planta tuviera forma de cruz latina y en un terreno cuadrado no puedes hacerla».
Como era de esperar, Vistabella no contaba con «un presupuesto como el de La Pedrera de Barcelona y el arquitecto tuvo que amoldarse a lo que había». Así, Jujol aprovechó para construir el templo las piedras que salen a la superficie al arar los campos, un tipo de material que ya se usaba en las cercas de la comarca. Empleó «las piedras pequeñas para hacer los muros, que se sujetaban con mortero y quedaban anchos y compactos». Los remates superiores se hacían con las más grandes, procurando ensamblar el menor número de piezas. Como resultado, al contemplar la iglesia del Sagrado Corazón de Vistabella, «la piedra tiene el mismo color y parece que sale de la tierra». También «se reciclaron materiales a partir de los muelles de los somieres o de cualquier hierro a la espera del chatarrero» para las barandillas.
Para la mano de obra, todos los vecinos contribuyeron con lo que se conocía como «la prestación personal». «Cuando se construía un edificio singular, la gente le dedicaba su tiempo». Organizados por calles y días de la semana, los lugareños hicieron de peones. El mismo socio de Gaudí no dudó en más de una ocasión en empujar carretillas. «Le gustaba ponerse al lado de cualquiera que trabajara. Si iba a casa del herrero, aunque llevara traje, hacían juntos el hierro forjado», resalta Salort.
«Amo la belleza de tu casa»
A Jujol le llevó solo cinco años, de 1918 a 1923, completar este templo modernista que el año pasado celebró su centenario. Con la iglesia acabada, «en un rincón escondido, porque era muy humilde, puso su dedicatoria». Aparte de su nombre, un salmo en latín: «Domini dilexi decorem domus tua». Es decir, «Señor, yo amo la belleza de tu casa». «Es una forma de decir: “He procurado hacer una cosa bonita y a tu gusto”», aclara esta estudiosa de su obra.
Josep Maria Jujol murió en 1949, solo 26 años después del final de la obra. Sin embargo, decía que le había dado tiempo a ver su construcción con una pátina de suciedad propia de templos antiguos. Así bromeaba, con «mucha ironía», sobre los daños causados en el edificio cuando en 1936, durante la Guerra Civil, los milicianos hicieron una gran pira en la nave central donde quemaron cuadros e imágenes. Los muros quedaron ahumados, pero «la construcción no la pudieron estropear». También «se llevaron todo el hierro forjado, porque en la guerra es un metal para fundir».
Pero al igual que en sus orígenes, en 1918, al terminar el conflicto «la gente limpió sus paredes con trapos y escobas para quitar el hollín». Y personas procedentes de las ciudades, que en la contienda se escondieron en la remota Vistabella, «en agradecimiento al pueblo que los acogió» en los años 40 donaron imágenes que permanecen hasta hoy.