¿Quiénes son los santos? No se trata de figuras colocadas en un pedestal, a las que acudimos para buscar beneficios, ofreciendo como pago la repetición de plegarias o el ofrecimiento de privaciones personales. No son ídolos poderosos y lejanos en su grandeza, encarnación de un sutil paganismo, sino amigos cercanos que nos muestran, bien a las claras, lo que significa ser cristianos. Están junto a nosotros y nos ayudan, porque remiten a Cristo y lo reflejan. En estos tiempos de sinodalidad, en los que la Iglesia busca la renovación verdadera, podemos decir que los santos son nuestros compañeros de camino hacia la felicidad; la certeza de que la coherencia es posible y de que no estamos solos en el empeño.
San Juan XXIII, un Santo Padre anciano y de pontificado breve, encarnó paradójicamente el rostro de una Iglesia viva y joven, fiel a su naturaleza divina y, al mismo tiempo, capaz de comprender las necesidades, los retos y las circunstancias del tiempo presente. Cercana, enraizada en la caridad, creíble y, por tanto, dotada de un enorme dinamismo. Evangelizar es transmitir a Cristo, el Dios con nosotros, que se encarna: se hace tiempo, se hace historia.
El proceso sinodal es consecuencia del Concilio Vaticano II y su fruto maduro. Y, como el Concilio, es una oferta de la gracia, que requiere nuestra colaboración decidida, valiente y, sobre todo, humilde. «Yo me considero un saco vacío que se deja llenar por el Espíritu», había dicho el Papa Juan. Este es el primer paso, la puerta de entrada a la santidad. El mundo de la apariencia, la vanidad y el carrerismo solo conlleva aislamiento, frustración y ansiedad, que son los rostros de la desdicha. Buscamos quedar bien, tener éxito a cualquier precio, nos colocamos en el centro, como nuevos soles en torno a los cuales gira el universo. Y cada vez somos más esclavos, menos felices. A su secretario Capovilla, que expresaba sus dudas sobre la conveniencia de convocar un Concilio, le instó a abandonarse de verdad en las manos de Dios y a confiar plenamente en Él: «Hasta que no hayas puesto tu propio yo bajo los zapatos no serás un hombre libre». El mismo Papa Juan, en aquel famosísimo discurso improvisado que pronunció al final de la jornada de apertura del Concilio Vaticano II, conocido popularmente como el discurso de la luna, nos ofrece una certera clave de interpretación: «Mi persona no cuenta nada; es un hermano que os habla, un hermano que se ha convertido en padre por voluntad de nuestro Señor. Pero todo junto, paternidad y fraternidad, es gracia de Dios. ¡Todo, todo!». Humildad; igualdad básica como cristianos; diversidad de carismas, vocaciones y ministerios; sentido pastoral.
Así podemos entender el reto de una Iglesia que es hogar. Vivimos tiempos de una penosa agresividad, también entre cristianos que, supuestamente, tenemos como eje la caridad y como único mandamiento el del amor. La imagen de Iglesia propia de san Juan XXIII y que ha reaparecido con fuerza en el proceso sinodal es la de familia de Dios, tan grande como el mundo mismo. La Iglesia es madre universal y quien se acerca a ella debe encontrar siempre bondad materna. Juan XXIII no era partidario de una Iglesia a la defensiva, hostil y fuertemente crítica. «Todo el mundo es mi familia», escribió el Papa en su diario. Por eso tuvo muy clara la distinción agustiniana entre el error y el errante, el pecado y el pecador. En el discurso de apertura del Concilio, que comienza significativamente con las palabras «Gaudet Mater Ecclesia», («la Madre Iglesia se alegra»), el Papa Juan es rotundo cuando señala que la Iglesia «prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad. Y quiere venir al encuentro de las necesidades actuales, mostrando la validez de su doctrina más bien que renovando condenas».
En efecto, la Iglesia no es un museo de arqueología, sino «la antigua fuente de la aldea, que da agua a las generaciones de hoy como la dio a las del pasado». No hay contraste entre la fidelidad al depósito de la fe y la urgencia apostólica que se resuelve en evangelización. La Iglesia, unida a Cristo y animada por el Espíritu, se renueva y actualiza. Alimentada con la Sagrada Escritura y la Eucaristía (el libro y el cáliz, como decía el Papa Juan), vive y expresa la fe en nuestro mundo y en nuestro tiempo. «No es el Evangelio el que cambia, somos nosotros los que comenzamos a comprenderlo mejor».
Más allá del cliché del Papa bueno, san Juan XXIII es un sólido referente sinodal para este tiempo de esperanza, guía seguro, maestro cercano, amigo entrañable. Este hombre, afable y cordial, optimista y valiente, tradicional y renovador, dotado de un gran sentido común y sagaz conocedor de personas y circunstancias, solo quiso cumplir la voluntad de Dios en todo momento. Obediencia y paz. Ese fue su secreto. Este es su actualísimo legado.
El autor acaba de publicar Te hablo al corazón (San Pablo), su tercer libro sobre san Juan XXIII.