Maledicencia - Alfa y Omega

Hablar mal del prójimo es uno de los vicios más comunes en nuestros días. Tan habitual es, que hay quien tiene por normal invertir una conversación, si no en difundir falsedades sobre otra persona, al menos en resaltar sus aparentes defectos. Pero un vicio no se convierte en virtud, ni siquiera en una conducta neutra, por su mera popularización. Lo habitual no es de suyo normal. Lo vicioso seguirá sin ajustarse a ninguna recta norma, por más que se vista con la seda de la complicidad de muchos.

Si a cualquiera le resulta evidente que difamar a un ser humano, vertiendo invenciones sobre su persona, representa un proceder reprobable, acaso uno podría inclinarse a tolerar de mejor grado la otra especie de maledicencia, que consiste en ventilar las supuestas faltas de alguien. El actual nivel de permisividad con tan plebeya conducta convierte este vicio en digno de especial interés. Por esta razón quisiera reflexionar aquí al menos sobre una de sus posibles causas y uno de sus efectos ciertos.

Es sorprendente que el mal ajeno constituya un agradable objeto de conversación. Por naturaleza nos atrae con preferencia el bien. Disfrutamos más con las flores que con el estiércol. ¿A qué se debe, pues, ese extraño regocijo en detenerse en las inmundicias que ensucian el jardín del vecino? Una respuesta rápida es recordar que, con toda evidencia, el obsceno sapo de la envidia se aviene bien con la maledicencia. ¡Qué placer halla el envidioso al ver destruido el ansiado bien, hasta entonces poseído por su semejante! ¡Cuánto gozo hay en convertir en palabra ese destrozo! Y si el bien perdido es la virtud, ¡qué dicha contribuir a que también decaiga su fama!

Ahora bien, no todo aquel que se encuentra entorpecido en el fango de maledicentes conversaciones tiene el pecho devorado por la alimaña de la envidia. Existe una pasión más suave que nos mueve a entretenernos en el probable mal del prójimo debido a otro motivo menos soez. Para verlo, partamos del hecho de estarnos continuamente diciéndonos los unos a los otros cómo hemos de vivir. Pese a no hacerlo siempre a las claras, todos captamos muy bien el mensaje. De esta forma, todos nos formamos una idea bastante precisa de lo que es tener éxito en la vida y en qué consiste eso que deberíamos ser. No se nos impone solo el modelo de grandes triunfadores, como las estrellas mediáticas o los influencers; señalamos rasgos deseables en la vida de cuantos nos rodean. He ahí una constante invitación a compararnos con los demás y a vivir en una delirante competición para verificar si nos ajustamos al ideal de cómo se supone que tengo que vivir.

En el marco de la desasosegante lucha de construir la vida tratando de componer lo que yo realmente quiero con eso que los demás me están diciendo que debería querer, la maledicencia resulta una aliviadora vía de escape: comentar los defectos del prójimo proporciona una engañosa impresión de ganar algo nosotros. Pero, ¿qué cabría ganar del deterioro ajeno? En realidad, nada; pero, en la loca competencia por ajustarnos a los estándares de vida que nos marcamos, nos vamos haciendo cargo de que difícilmente podremos alcanzar los ideales aplaudidos por todos.

Sin embargo, se nos antoja más asequible aspirar a ser tuertos entre ciegos. Ya que nuestro propio expediente está lleno de tantos fracasos, cada decaimiento del otro introduce cierta igualdad conmigo que lima las diferencias entre él y yo. Gustar del mal ajeno y hacerlo objeto de nuestra conversación provoca en nosotros la atractiva percepción de que no andamos tan mal. Al menos no vamos tan por detrás del prójimo como en nuestros peores momentos podría antojársenos.

Mi primera sugerencia aquí es que la maledicencia nos permite contemplar la caída del otro desde una cómoda superioridad que nos sitúa por encima de él. Así podemos tranquilamente sentirnos crecer sin hacer lo mínimo por mejorar nuestra propia vida. En segundo lugar, parece que un triste efecto de la maledicencia es el hediondo residuo que deja en nuestros pensamientos y lengua. Las cosas, cuando atraviesan nuestra mente y nuestros labios, no transitan limpiamente, sin dejar poso. No son como el agua que, al circular por un cauce, más lo limpia que lo deslustra. Si ocupamos el pensamiento en los defectos ajenos, sobre todo en sus miserias morales, si hacemos de ello tema de nuestra conversación, difícilmente quedará nuestra alma cristalina, pues hemos dejado que se embelesara durante demasiado tiempo en tales materias. Así es como el maledicente, creyendo ensalzarse a fuerza de comentar la caída del otro, en realidad ofusca su alma oscureciéndola en la consideración de cosas indignas del espíritu humano.