El don del Reino de los cielos
Domingo de la 17ª semana de tiempo ordinario / Mateo 13, 44-52
Evangelio: Mateo 13, 44-52
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo.
El reino de los cielos se parece también a un comerciante de perlas finas, que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra.
El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final de los tiempos: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno de fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.
¿Habéis entendido todo esto?». Ellos le responden: «Sí». Él les dijo: «Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo».
Comentario
El Evangelio de este domingo nos presenta las últimas parábolas recogidas por Mateo. Como en las anteriores, Jesús no recurre a ideas abstractas sino que presenta imágenes concretas para que los oyentes puedan acoger con facilidad la Palabra, guardarla en el corazón y hacerla presente en la vida. Estas imágenes pretenden una vez más hacer comprender la dinámica del Reino de los cielos, la forma en que Dios puede reinar en aquellos que son capaces de convertirse y acoger la buena nueva traída por Jesucristo.
De las tres parábolas de esta página del Evangelio, las dos primeras son inseparables, mientras que la tercera parece una repetición de la del grano y la cizaña. En primer lugar, Jesús habla acerca de un tesoro escondido, enterrado en un campo, seguramente para protegerlo de posibles robos. Sin embargo, el labrador que trabaja ese campo, arándolo, se encuentra con el tesoro en un momento determinado. Lo desentierra y, sorprendido por el descubrimiento, actúa como un hombre astuto: inmediatamente vuelve a esconder el tesoro y después pone a la venta todo lo que posee. Así, con el dinero obtenido puede comprar ese campo para convertirse en dueño de ese tesoro tan preciado.
La parábola es sencilla, muy comprensible. El tesoro es precisamente el Reino de los cielos, la única realidad que justifica la venta de todo lo que se tiene para participar en él. Aquí Jesús revela al oyente de la época, como también a nosotros hoy, que el Reino de Dios es el tesoro que no tiene precio y precisamente por eso, para adquirirlo, es necesario despojarse de todos los bienes y propiedades. En efecto, si estos están presentes en la vida del ser humano y dominan sobre él, impiden que Dios reine. Quien quiera seguir a Jesús y participar en el Reino que llega debe despojarse de todo lo que tiene, de tantas seguridades materiales en las que se apoya.
Algo parecido le sucede también a un mercader, que un día descubre una perla de gran valor. Como comerciante, practica la búsqueda de perlas preciosas, pero él también se sorprende cuando encuentra esa perla única. ¿Cómo poseerla? Vende todos sus bienes y lo compra, porque a sus ojos tiene un valor inestimable: vale la pena venderlo todo, sacrificarlo todo por algo que tiene un valor incalculable. Ambas parábolas tienen como verdaderos protagonistas los objetos: el tesoro y la perla, que se apoderan de los dos hombres, los atrapan y provocan sus acciones. Al mismo tiempo, las dos parábolas ponen el acento en la acción, es decir, en la respuesta humana al don inconmensurable del Reino de los cielos.
De este modo, nos encontramos ante la radicalidad evangélica de Jesús, que nos pide que nos despojemos de tantas cosas que nos sobran para acoger el Reino. Se trata de ir renovando esta renuncia todos los días, en diversas situaciones y en las diferentes etapas de la vida. Porque el deseo de poseer es una amenaza que se opone siempre al señorío del Reino de Dios sobre nuestra vida.
Esta exigencia radical nos puede asustar, quizás hoy más que nunca, inmersos como estamos en la sociedad del bienestar. Pero si comprendemos de verdad el don del Reino, la alegría de la buena noticia que es el Evangelio, entonces es posible vivirla, precisamente por la gracia que nos atrae y nos permite hacer y vivir aquello que no seríamos capaces con nuestras propias fuerzas. Entonces podremos decir con el apóstol san Pablo: «Sin embargo, todo aquello que para mí era ganancia, ahora lo considero pérdida por amor de Cristo».
La tercera parábola habla de una red arrojada en el mar que recoge toda clase de peces. Cuando está llena, los pescadores la sacan a tierra, se sientan, recogen los buenos pescados en cestos y tiran los malos. Así, explica Jesús, será el fin del mundo. Vendrán los ángeles y separarán a los malos de los buenos. Hay pescados buenos y pescados malos, como en la comunidad cristiana, formada por hombres y mujeres «atrapados» por el anuncio del Evangelio (Mt 4, 19). Llegará el día del juicio y entonces habrá discernimiento: será la hora de la separación entre los que participarán plenamente del Reino y los que han elegido la muerte. A través de esta última parábola, Jesús nos quiere hacer una advertencia: no destina a nadie a la muerte eterna, sino que advierte, porque habrá un juicio. Será de misericordia, pero será un juicio. Rechazar el don del Reino no puede ser lo mismo que acogerlo.
Al final de este largo discurso, Mateo presenta un diálogo entre Jesús y sus discípulos. Quien comprende estas parábolas de Jesús es como un escriba que, habiéndose hecho discípulo de Jesús, posee un gran tesoro: el tesoro de la sabiduría, que es un tesoro inagotable: «Jesucristo, Sabiduría de Dios» (1 Cor 1, 24). Se trata de estar convencidos de esto, de recurrir cada día a este tesoro que nos llena el corazón.