Pocos autores en el mundo podían provocarnos la sensación de orfandad que nos deja la muerte de Cormac McCarthy (1933-2023). Nos vemos privados de uno de los más grandes novelistas estadounidenses, el que más nos llenaba la ausencia de Salinger, al que McCarthy se parecía en algo más importante que en la misantropía, mucho más relajada, por cierto, en su caso. De la poca afición que tuvo a conceder entrevistas a la prensa se trasluce sencillamente una gran consagración, absoluta y exclusiva, a su vocación de escritura y no menos de humildad. Deja obras maestras. Los Nobel pasarán, McCarthy permanecerá.
Tal vez una observación muy particular, nada caprichosa, sea notar la emergencia, en su trayectoria literaria, de una cima marcada por el año 2006. Datan de esa fecha dos obras capitales, ambas proyectadas más allá del papel. La más popular es La carretera, que le valió el Premio Pulitzer en 2007 y sería adaptada al cine dos años más tarde por John Hillcoat, en una película protagonizada por Viggo Mortensen. El otro libro del mismo período es The sunset limited, una pieza literaria singular por su corte dramático que fue representada en un teatro de Chicago y, cuatro años después, en 2011, llevada a televisión con Samuel L. Jackson y Tommy Lee Jones. Se trata de una de esas obras maestras de McCarthy, tal vez la mejor, de apenas 100 páginas, que golpea en lo más íntimo con una dialéctica afiladísima sobre las pugnas de la fe en la vida del hombre occidental contemporáneo. En una habitación cerrada, un hombre negro, exconvicto y religioso, y otro blanco, profesor universitario de vida acomodada y suicida frustrado, mantienen una dura batalla dialéctica en la que enfrentan la creencia en Dios y el pesimismo nihilista. Son personajes cortados por las aristas de su humanidad, que hacen chocar sus argumentos en una esgrima filosófica sin tregua con la que sangran limpiamente por sus heridas más hondas. Parecen concebidos para leerse como si fueran una sola conciencia desgarrada, en confrontación consigo misma y sus dudas ante el abismo en el que nos coloca la muerte. Nunca el silencio evocado de Dios hizo resonar tan fuerte su voz en la literatura de nuestro tiempo. McCarthy, como su personaje fustigador del ateísmo, se interesó apasionadamente por aquella oscuridad que llevaba, sin embargo, el persistente aroma de la divinidad.