Ahora que hemos conocido el documento de trabajo del Sínodo, que ya ha provocado una polvareda de reacciones entre el entusiasmo y la desolación, es importante recordar lo que el Papa Francisco dijo en la reciente fiesta de Pentecostés: que el Sínodo «no puede ser un parlamento para reclamar derechos y necesidades de acuerdo con la agenda del mundo ni la ocasión para ir donde nos lleva el viento, sino la oportunidad para ser dóciles al soplo del Espíritu».
Los cardenales Hollerich y Grech, responsables de organizar esta asamblea, novedosa en algunos aspectos, pero no tanto como algunos dicen, la han descrito como un diálogo vivo entre la profecía del pueblo de Dios y el discernimiento de los pastores. Ese diálogo se ha desplegado con diversos instrumentos a lo largo de la historia de la Iglesia. Sus frutos dependerán de que haya profetas en el pueblo de Dios y del discernimiento confiado a los obispos presididos por el Sucesor de Pedro. No es profeta el que más grita sino el que hace presente la luz de Cristo en las circunstancias de la historia. Por otra parte, el Señor quiso dotar a su Iglesia de una forma sacramental, de una seguridad que no depende de la brillantez de los apóstoles sino del carisma que han recibido. Tan cierto es que «el Espíritu sopla donde quiere» como que el discernimiento de lo que es del Espíritu, y lo que no, ha sido entregado por Jesús a los que Él eligió y a sus sucesores, no a un referéndum.
La vida de la Iglesia no renace mediante un plan preciso y articulado, sino por la experiencia del amor de Dios en sus miembros. En lugar de construir esquemas de enfrentamiento dejemos que los dones del Espíritu que están presentes en los demás nos sorprendan. Y que ejerzan el discernimiento los que han sido llamados a esa hermosa y ardua tarea, como ha sucedido desde la primera generación de cristianos. En vez de discutir hasta el agotamiento, pidamos que surjan de nuestras comunidades verdaderos profetas que no sigan «la agenda del mundo». Y pidamos para los pastores apertura a las novedades del Espíritu y valentía para sostener la verdad que Jesús ha confiado a su Iglesia.