Al partir el pan - Alfa y Omega

Al partir el pan

Domingo de la 3ª semana de Pascua / Lucas 24, 13-35

Juan Antonio Ruiz Rodrigo
Los peregrinos de Emaús en camino de Jean Tissot . Museo de Brooklyn, Nueva York ( Estados Unidos).

Evangelio: Lucas 24,13-35

Aquel mismo día (el primero de la semana), dos de los discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos sesenta estadios; iban conversando entre ellos de todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo: «¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?». Ellos se detuvieron con aire entristecido. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?». Él les dijo: «¿Qué?». Ellos le contestaron: «Lo de Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado: pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron». Entonces él les dijo: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?».

Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras. Llegaron cerca de la aldea adonde iban y él simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída». Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista. Y se dijeron el uno al otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?». Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón». Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

Comentario

El tercer domingo de Pascua proclamamos el relato del encuentro entre Jesús resucitado y los dos discípulos en el camino de Emaús. En este último capítulo Lucas, al narrar acontecimientos que tienen lugar en un solo día, el de la Resurrección del Señor, nos revela que se trata de un día sin fin, de un solo día, del «único día» (Gn 1, 5) de la nueva creación. Pero es también «nuestro» día, el hoy en que recorremos los caminos del mundo mientras el Resucitado camina con nosotros, hasta que lo reconozcamos definitivamente en la mesa del Reino eterno.

Aquellos dos discípulos huyeron desanimados, abandonando la comunidad. Están decepcionados, llenos de tristeza, pero conversan, dialogan, intercambian palabras, volviendo a los hechos que habían presenciado: la condena y la crucifixión de Jesús. ¡Qué gran fracaso cuando ven frustradas sus esperanzas puestas en Jesús! Lo habían seguido creyendo en Él, escuchándolo, pero su muerte fue verdaderamente el fin para Él, para su comunidad, para la espera de todo discípulo. Era profeta, tenía una palabra diferente, hizo obras significativas, pero los principales sacerdotes lo entregaron a los jefes y lo crucificaron. Ya han pasado tres días y, por lo tanto, Jesús ha muerto para siempre. La vida del discípulo ya no tiene sentido, dirección ni fundamento alguno. Es la condición en la que a veces podemos encontrarnos nosotros y por eso el anonimato de uno de los dos discípulos nos ayuda a situarnos dentro de la historia.

Pero en ese camino aparece otro viajero que se aproxima a los dos y les hace preguntas. No se acerca con un mensaje para proclamar, sino con el deseo de escuchar ese diálogo, de comprender lo que los dos tienen en el corazón. En primer lugar les pregunta: «¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?». Como respuesta, Jesús —cuya identidad por el momento solo conoce el lector— escucha una historia llena de cariño: escucha lo que pasó, escucha lo que dicen de él, escucha sus esperanzas frustradas y, solo al final, les pregunta muy delicadamente sobre su fe, sobre su confianza en las Escrituras.

Entonces Jesús, como había hecho muchas veces con sus discípulos, a través de las Escrituras les hace comprender a los dos la necesidad de su muerte. Pero precisamente porque esos discípulos no creen en las Escrituras, ni siquiera pueden reconocer a Jesús en el viajero que camina con ellos. Solo ven a un peregrino que les anuncia que, según las palabras de Moisés y de los profetas, Cristo tuvo que sufrir y morir para entrar en su gloria.

Ya cerca de casa, el misterioso caminante parece querer continuar solo, pero los dos, que habiendo estado al lado de Jesús han aprendido la atención a los demás, se muestran hospitalarios. Por eso insisten: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya va de caída». Y así el viajero se queda con ellos y entra en su casa. Cuando están en la mesa hace gestos sobre el pan, lo parte para dárselo. Ante este gesto, el más elocuente de Jesús en la Última Cena (cf. Lc 22, 19), signo de toda una vida ofrecida y entregada por amor, «se les abrieron los ojos y lo reconocieron». Pero inmediatamente el peregrino desapareció de su vista. Fue una presencia fugaz pero suficiente para los dos discípulos, que reconocen que les ardía el corazón.

Esta hermosa página del Evangelio nos habla de caminar juntos, de recordar y pensar, de responder a quien nos pide cuentas y, por tanto, de celebrar la presencia viva de Jesús Resucitado. Pero esto solo puede realizarse plenamente en la comunidad cristiana, en la Iglesia. Por eso los dos discípulos regresan a Jerusalén, donde encuentran reunidos a los once y a los demás. Esto es lo que nos sucede a nosotros también cada domingo, día de Pascua, en la comunidad reunida por el Señor: la Palabra contenida en las Escrituras, la Eucaristía y la comunidad son los signos privilegiados de la presencia del Resucitado, que se entrega a nosotros, tan «necios y torpes», tan lentos de corazón, pero siempre amados por Él, siempre perdonados y reunidos en su comunión.