«Nadie mejor que vosotros, artistas, geniales constructores de belleza, puede intuir algo del sentimiento con el que Dios, en el alba de la creación, contempló la obra de sus manos —Dios vio cuanto había hecho, y era muy bueno—»: así comienza la Carta a los artistas que el beato Juan Pablo II les dirigió, el 4 de abril de 1999, Pascua de Resurrección, justamente al celebrar la nueva creación que Cristo lleva a cabo a través de su Pasión y muerte redentora en la Cruz. ¿Y qué tendrá que ver esto con el cine?, pensará más de uno. En realidad, lo tiene que ver todo. Alejarse de Jesucristo, ¿no es acaso quedarse sin el bien y sin la belleza? De modo bien significativo, la versión en griego de la Biblia ha traducido el término hebreo tôb (bueno) con el griego kalón (bello), pues, «al notar —escribe el Papa— que lo que había creado era bueno, Dios vio también que era bello. La belleza es, en cierto modo, la expresión visible del bien».
Este año, los Premios Alfa y Omega al mejor Cine han llegado a su décimo séptima edición, y su objetivo, como ha sido siempre, desde la primera, no es otro que exaltar la auténtica belleza, que, ciertamente, es la expresión visible del bien, más visible aún cuando, a nuestro alrededor —en expresión del mismo Juan Pablo II—, la cultura de la muerte trata de invadirlo todo, también el séptimo arte, con la enorme influencia que lo caracteriza, y a ojos vistas, por mucho que se revista de oropeles y de focos, todo lo potentes que se quiera, pero que sólo saben dirigirse al mal. Este 2012, en medio de la oscuridad de la crisis, como titula Alfa y Omega este número de sus Premios de Cine, ha sido en verdad un año de cine luminoso, justamente porque no han faltado constructores de belleza, cuya fuente no podía ser otra que la Belleza misma. Sólo desde Dios, fuente de toda belleza, y de la alegría auténtica que suscita, puede vivir el hombre, y vivir en plenitud. De espaldas a Él, sólo le aguarda la tristeza de la fealdad, que no puede generar más que la mueca de la desesperanza.
En su Carta a los artistas, Juan Pablo II recoge, del mensaje que a ellos les dirige el Concilio Vaticano II, estas significativas palabras: «Este mundo en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste la usura del tiempo, que une las generaciones y las hace comunicarse en la admiración. Y todo ello está en vuestras manos…». También recogió este texto su sucesor, Benedicto XVI, al conmemorar el décimo aniversario de aquella carta, en el encuentro que tuvo con los artistas en la Capilla Sixtina, el 21 de noviembre de 2009, a lo que añadió: «Recordad que sois los guardianes de la belleza en el mundo…; gracias a vuestro talento, tenéis la posibilidad de hablar al corazón de la Humanidad. Por eso, sed agradecidos por los dones recibidos y plenamente conscientes de la gran responsabilidad de comunicar la belleza. Sed también vosotros, mediante vuestro arte, anunciadores y testigos de esperanza para la Humanidad». Hemos de decir que los premiados por Alfa y Omega han sido fieles a esta voz del Papa, que no dudó en mostrar explícitamente, en aquel encuentro, el vínculo inseparable entre fe y belleza: «No tengáis miedo de confrontaros con la fuente primera y última de la belleza. La fe no quita nada a vuestro genio, a vuestro arte, más aún, los exalta y los alimenta, los alienta a cruzar el umbral y a contemplar con mirada fascinada y conmovida la meta última y definitiva, el sol sin ocaso que ilumina y embellece el presente».
Sucedió desde el principio. En la Carta a los artistas, Juan Pablo II ya lo dejó claro: «Cuando, con el edicto de Constantino, se permitió a los cristianos expresarse con plena libertad, el arte se convirtió en un cauce privilegiado de manifestación de la fe». Fe y belleza, ciertamente, han ido siempre unidas. En la arquitectura y la pintura, como en la música y la poesía…, y como en el hijo de la luz que es el cine. Ojalá que el año luminoso que ha sido el pasado para el séptimo arte tenga creciente continuidad, en los verdaderos constructores de belleza. Para ello, les basta con seguir la exhortación que les dirigía Benedicto XVI, el 4 de julio del pasado año, en su discurso al inaugurar la exposición El esplendor de la verdad, la belleza de la caridad, que le ofrecieron los artistas como homenaje en su 60 aniversario de sacerdocio: «Haced que la verdad resplandezca en vuestras obras y procurad que su belleza suscite en la mirada y en el corazón de quien las admira el deseo y la necesidad de hacer bella y verdadera la existencia».