Por sus pecados - Alfa y Omega

Por sus pecados

Viernes de la 4ª semana del tiempo ordinario / Marcos 6, 14-29

Carlos Pérez Laporta
La decapitación de San Juan Bautista. Obra de Caravaggio. Concatedral de San Juan en La Valeta, Malta.

Evangelio: Marcos 6, 14-29

En aquel tiempo, como la fama de Jesús se había extendido, el rey Herodes oyó hablar de él.

Unos decían:

«Juan el Bautista ha resucitado, de entre los muertos y por eso las fuerzas milagrosas actúan en él». Otros decían:

«Es Elías». Otros:

«Es un profeta como los antiguos». Herodes, al oírlo, decía:

«Es Juan, a quien yo decapité, que ha resucitado».

Es que Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel encadenado.

El motivo era que Herodes se había casado con Herodías, mujer de su hermano Filipo, y Juan le decía que no le era lícito tener a la mujer de su hermano.

Herodías aborrecía a Juan y quería matarlo, pero no podía, porque Herodes respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre justo y santo, y lo defendía. Al escucharlo quedaba muy perplejo, aunque lo oía con gusto. La ocasión llegó cuando Herodes, por su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a sus oficiales y a la gente principal de Galilea.

La hija de Herodías entró y danzó, gustando mucho a Herodes y a los convidados. El rey le dijo a la joven:

«Pídeme lo que quieras, que te lo daré». Y le juró:

«Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino». Ella salió a preguntarle a su madre:

«¿Qué le pido?».

La madre le contestó:

«La cabeza de Juan el Bautista».

Entró ella enseguida, a toda prisa, se acercó al rey y le pidió:

«Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista».

El rey se puso muy triste; pero, por el juramento y los convidados no quiso desairarla. Enseguida le mandó a uno de su guardia que trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre. Al enterarse sus discípulos fueron a recoger el cadáver y lo pusieron en un sepulcro.

Comentario

Cuando «la fama de Jesús se había extendido, el rey Herodes oyó hablar de él». Al escuchar lo que se decía de Él le invadía una mezcla confusa de miedo y esperanza, porque se decía: «Es Juan, a quien yo decapité, que ha resucitado».

Miedo, porque con temor había asesinado a Juan el Bautista, por compromiso y cobardía. Sabía perfectamente que había hecho el mal. Era el mayor error de su vida. Todos sus pecados habían sido llevados por las pulsiones humanas. Eran pecados impulsados por la lujuria, por la ira o por la sed de poder. Pero en este caso la fuerza que le había impulsado al mal había sido una niña de 15 años y unos comensales borrachos: había sido más suyo que nunca aquel pecado. Y había sido contra el único en toda Israel que estaba interesado en su salvación. Juan era su único camino de vuelta. La resurrección de Juan habría significado el final de los tiempos y, por tanto, su castigo eterno. Estaba atemorizado.

Pero eso mismo le producía una cierta forma de esperanza. Ser castigado, por fin, significaba que el bien existía, que la vida no era esa absurda lucha de poder inmoral en la que vivía inmerso. Era extraño, pero al ser castigado podría descansar del absurdo de una vida inútil y sangrienta.

Lo que no sabía era que Jesús era realmente la resurrección de los muertos, el fin de los tiempos y el juez final. Pero no era Juan, sino la posibilidad de ser redimido de su pecado. Jesús venía a morir Él, por su pecado, a ser castigado Él por su pecado, y a invitarle a la vida de resurrección. Si el miedo no le hubiese paralizado y, arrepentido, se hubiese dejado llevado por esa esperanza para acercarse a Él, podría haberse salvado.