El pasado 13 de septiembre Azerbaiyán atacó el territorio de la República de Armenia. Bombardeó objetivos civiles y militares en las regiones de Syunik, Vayots Dzor y Gegharkunik. El 14 de septiembre hubo un alto el fuego, pero la situación sigue siendo tensa. Los dos días de enfrentamientos dejaron un saldo de 135 bajas armenias y 77 azerbaiyanas.
Entre los días 17 y 19 la presidenta del Congreso de los Estados Unidos, Nancy Pelosi, visitó Armenia y denunció los «ataques ilegales» de Azerbaiyán. El mismo día 17, la Unión Europea expresó por boca de su portavoz su honda preocupación (deeply concerned) por la «violencia reciente a lo largo de la frontera entre Armenia y Azerbaiyán». ¡Ay! Esa equidistancia de la «violencia» como si no hubiese un país agresor y otro agredido socava el propio crédito moral de la Unión Europea.
¿Qué tiene que ocurrir para que Azerbaiyán reciba la condena que merece esta agresión?
Desde 2020, los armenios de la República de Armenia y los de Nagorno-Karabaj vienen sufriendo los ataques de Azerbaiyán. En el territorio bajo control azerbaiyano, el patrimonio histórico y cultura corre peligro. Desde el bombardeo de la catedral de Ghazanchetsots, en Shushi, hasta la voladura de la iglesia de San Sargis, en Mokhrenes, una localidad de la región de Hadrut, los restos de la presencia armenia en el territorio corren riesgo de desaparecer. En este mes de septiembre, se cumplen 100 años del incendio de Esmirna, donde las tropas turcas prendieron fuego a los barrios griego y armenio. Es inevitable recordar el Genocidio Armenio ante tales prácticas.