20 jóvenes madrileños ponen cara al migrante
Integrantes de la pastoral juvenil de la parroquia Santa María Madre de Dios de Tres Cantos han conocido en Tarifa, La Línea de la Concepción, Melilla y Nador la «tragedia» de la migración
El salto a la valla de Melilla es solo el final de un periplo que, en ocasiones, ha durado años. Si en vez de saltar, se deciden a cruzar a nado, deben hacer una travesía de unas seis horas sorteando la playa de Melilla porque, si son detectados, son devueltos automáticamente; uno de cada dos no logra sobrevivir. Es frecuente que las corrientes marinas arrastren los cadáveres hacia las costas de Tarifa, en cuyo cementerio hay una fosa común para ellos. Hay quienes se suben a una patera. Costas que casi se tocan. Aunque si el trayecto se hace en modo contemplativo-orante, desde el ferri, se ve la inmensidad del mar.
Esto, entre otros muchos impactos, se lo han traído en el corazón un grupo de 20 jóvenes de la parroquia Santa María Madre de Dios de Tres Cantos tras una experiencia en contacto con la realidad de la migración durante el mes de agosto; 13 días de los que ocho han sido de voluntariado en el CETI de Melilla. Allí aún residen supervivientes del salto del pasado 24 de junio, en el que murieron, según las ONG, 37 personas. Chavales en su veintena, la mayoría de Sudán aunque también de Chad y Malí, que han acabado forjando lazos de amistad con los tricantinos.
Conectaron gracias al juego
Los primeros días les costaba hablar. Fue poco a poco, gracias a partidos de fútbol y baloncesto, o partidas de dominó y damas, o talleres, como se fueron abriendo. Hubo mucho dolor verbalizado. «Me explotó la mente —resume Cristina, de 21 años— cuando nos dijeron que éramos las primeras personas [al margen de los trabajadores del CETI] que les habíamos hecho sentir que están viviendo y no sobreviviendo». Pero «más allá de todo sufrimiento, también ha habido mucha felicidad y alegría» porque, se sorprende, «con rapidez y naturalidad» los migrantes «te acaban integrando como parte de su familia».
Y, entonces, los madrileños empezaron a verlo todo con ojos nuevos. Se habían situado ante una realidad de la que no conocían «la parte humana que hay detrás». También ante la «más espiritual: cómo se encaja a Dios dentro de todo esto». Cristina ha aprendido que «es muy importante escuchar a estas personas, pero también la pausa para asentar; al final del día paras y eres capaz de darte cuenta de que Dios está».
Esos ratos de oración fueron fundamentales en la experiencia. Lo explica José Manuel Aparicio, el párroco. Como la caminata en contemplación a lo largo de los diez kilómetros de la valla; el retiro ante el peñón de Gibraltar para elaborar una visión sobre las fronteras, las distintas culturas y el desarrollo histórico de los países; o la visita a la parroquia Santiago Apóstol de Nador, adonde acuden los migrantes católicos del monte Gurugú los domingos. Son varias horas andando, un esfuerzo que interpela a los chavales madrileños. «Y yo con pereza para ir a Misa…».
El objetivo de la experiencia, afirma Aparicio, era que los jóvenes pudieran establecer un «vínculo entre la contemplación y la caridad». En el fondo, «esto es lo que dice el Papa en Fratelli tutti: desarrollar la conciencia samaritana». Que ante el dolor vean «si tienen entrañas de indiferencia o de compasión». Es imprescindible en las parroquias, subraya, el itinerario catequético y litúrgico, «pero, ¿y el itinerario en la caridad?».
En la oración última que hicieron en la playa de Melilla, los jóvenes se manifestaron con frases del tipo «yo no me puedo volver a quejar hasta que me muera» o «no sé qué puedo contar que no parezca una frivolidad al lado de esto». El sacerdote les recordó: «Has vivido la vida que te toca y todo eso es el paso de Dios por ella, pero es verdad que a veces nos creemos las estrellas del universo» y, ante eso, la vivencia de Melilla supone una «ruptura de un mundo de bienestar que pensaban que era universal». Como expresó uno de los chavales, «me parece tan inhumano… Me recuerda al Viernes Santo».