De El hobbit a El señor de los anillos. El origen de un mito
El hobbit que se lee ahora no es la misma historia que Tolkien escribió para sus hijos. Imbuido en la misión de crear una mitología para Inglaterra, el profesor de Oxford descubrió en su propia obra que cierto anillo mágico era más de lo que aparentaba; y tuvo que reescribir el relato para que fuera la puerta de El señor de los Anillos
Cuando, a finales de los años 20 del siglo pasado, el filólogo, escritor y profesor británico John Ronald Reuel Tolkien escribió la frase: «En un agujero en el suelo vivía un hobbit», en plena corrección de exámenes, probablemente no podía imaginar que estaba dando a luz a uno de los grandes clásicos de la literatura fantástica del siglo XX. El hobbit, que nació como un sencillo cuento para divertir a sus hijos pequeños, fue escrito por Tolkien entre finales de los años 20 y principios de los 30, y acabó en manos de la editorial Allen&Unwin, que lo publicó a finales de 1937. Cuenta el propio Tolkien que cuando, gracias al éxito de la primera edición, le pidieron una continuación, ya no le agradaba el tono claramente infantil del libro. Así que les entregó los borradores de El Silmarillion, la gran crónica de los Días Antiguos en la que venía trabajando desde 1917, cuando sólo era un joven oficial del ejército que había sobrevivido a la Primera Guerra Mundial: toda una mitología para Inglaterra, que bebía de las diversas mitologías preexistentes; un mundo poblado por elfos, hombres, enanos y orcos, en una tierra de nuevos mapas, con sus propias lenguas, perfectamente construidas. Sin embargo, en Allen&Unwin querían más hobbits y rechazaron su manuscrito. Así que Tolkien decidió crear toda una nueva historia, a la que más tarde daría el nombre de El señor de los anillos. Una obra de tal envergadura y profundidad que le obligó a modificar no sólo el tono infantil de la primera edición de El hobbit, sino a reescribir el texto y otorgar todo el protagonismo al anillo de poder, origen y motivo de la historia. Para establecer una perfecta relación entre El hobbit y su secuela, Tolkien modificó la acción y convirtió al inicialmente simpático Gollum en un personaje crucial, agresivo y miserable, que refleja la corrupción y la codicia que trae consigo el anillo.
La historia que narra la novela es sólo una parte de toda esa mitología a la que Tolkien dedicó su vida, una obra impregnada en todo momento por su fuerte sentido católico de la existencia. Tolkien fue un hombre creyente y practicante, que creía que la mitología era la gran transmisora de las verdades del mundo. Su fe profunda le sirvió de estímulo a la hora de trabajar. Huérfano de padre y madre desde los doce años, de su educación se encargó un amigo sacerdote: el padre Xavier Morgan Osborne, un gaditano de padre galés que se convirtió en su mentor. Años más tarde, el joven Tolkien se casó con Edith, que era protestante. No fue éste un problema para los dos esposos, que supieron convertir sus diferencias religiosas en fuente de riqueza. Su primer hijo, John, fue sacerdote católico. Y es sobradamente conocida la amistad entre Tolkien y el escritor C. S. Lewis, forjada desde los primeros años en Oxford. A través de esta amistad, Tolkien descubrió cómo podría integrar su fe católica en su vocación literaria. Sus largas discusiones sobre la relación entre literatura y religión los unió definitivamente en una amistad que fue testigo de la conversión al cristianismo del agnóstico C. S. Lewis, el autor de las célebres Crónicas de Narnia. Fue él mismo quien, tras leer El hobbit, afirmaba: «Las predicciones son peligrosas, pero es muy posible que El hobbit se convierta en un clásico…».