Las cartas dirigidas a esta sección deberán ir firmadas y con el nº del DNI, y tener una extensión máxima de 10 líneas. Alfa y Omega se reserva el derecho de resumir y editar su contenido.
Con una emoción intensa, indescriptible, espiritual, muchos católicos vivimos los últimos momentos del pontificado de Benedicto XVI. Su humildad, sencillez y serenidad, su imagen envejecida, su paso vacilante, la luminosidad de sus palabras de despedida nos ha tocado el corazón. Entre todo cuanto hemos visto durante el inolvidable día de su despedida, hasta las ocho de la tarde, creo que hay dos momentos fuertes. Uno, cuando el helicóptero que llevaba al Papa despegó del helipuerto vaticano, se elevó al cielo y se perdió en el horizonte mientras las campanas de Roma repicaban. Se me vino a la mente la Ascensión del Señor, cuando Jesús subió al Padre y elevándose desapareció de la vista de sus discípulos. Era distinto, desde luego, pero así lo sentí, con gran confianza…, y un poso de tristeza, como cuando perdemos al padre. Tristeza humana y comprensible, porque Benedicto XVI nos ha tocado el corazón no sólo al irse, sino a lo largo de todo su pontificado. El segundo momento fue cuando, ya en Catelgandolfo, desde la ventana del palacio que da a la Plaza de la Libertad, habló a la gente del pueblo reunida para despedirle. Con cuánta naturalidad se mostró, tan cercano y verdadero, al explicar que es un peregrino que ahora empieza la última etapa de su vida en la tierra. A las 8 de la tarde de ese 28 de febrero, los guardias suizos cerraron el portón del palacio y se fueron, mientras en la ventana del palacio, desde donde había hablado a los lugareños, retiraban el tapiz con el escudo papal. Dentro, era destruido el anillo del pescador. Joseph Ratzinger, el teólogo más importante de la historia contemporánea, el Santo Padre Benedicto XVI, un verdadero hombre de Dios, ya no esta al timón de la barca de Pedro, sino oculto con Cristo, sin bajarse de la Cruz, dedicado a la oración y al estudio, y como siempre durante toda su vida, al servicio de la viña del Señor.
Hace unos días, me topé con un cartel en la biblioteca que anunciaba una video tertulia, sobre una historia real. Entré y, al acabar, salí impactada por la vida de un enfermo de esclerosis lateral amiotrófica, provocada por la degeneración de las neuronas del sistema nervioso que acaba paralizando los músculos. El protagonista es un médico jienense, de 47 años, casado y con dos hijos, que trabajó en una unidad del dolor y cuidados paliativos. Esta enfermedad lo ha paralizado poco a poco; hoy es muy dependiente, pero sin ver afectadas su capacidad intelectual, de amar y relacionarse. Ha escrito, con su hermano, un libro donde cuenta su historia: «Antes de la enfermedad, era un hombre muy ocupado, sin tiempo. A raíz de ella, tengo tiempo para mirar los ojos de mi esposa, ver las ocurrencias de mis hijos, reír con mis hermanos, leer… (…) ¿Cuándo comencé a vivir de verdad? Cada día: dolor y alegría, padecimiento y superación, límite y libertad atracan en la misma barca. (…) Mis pilares: mi mujer, que me anima a seguir en la cruz; mis hijos, mis hermanos, mis amigos. La fe en Jesucristo me sostiene. Éstas son mis motivaciones para vivir. Sí, quiero vivir: una persona lo es por el hecho de serlo, con independencia de que sea o no productiva, de si es joven o vieja, de la zona del planeta donde viva, de si está enferma o no… Se trata de la dignidad de cada uno por el hecho de existir. Pienso en mis hijos y en todas las personas que ayudé cuando ejercía en la unidad del dolor. A mí me hubiesen desechado como embrión enfermo. La vida humana desde el momento de la concepción debe estar por encima de los convencionalismos y las leyes. Yo era una célula defectuosa entonces. Hoy, soy un tipo raro, sí; pero único e irrepetible». Acabada la video tertulia, salí con una gran convicción: Sí a la vida, a toda vida humana..
Cada Semana Santa trae a mi memoria el recuerdo de una poesía que aprendí en mi infancia: La pedrada, de José María Gabriel y Galán, en la que evoca aquellas sencillas procesiones de Semana Santa, cuando él era niño y vivía en un pequeño pueblo salmantino, en un ambiente de profundo recogimiento y de sincero fervor religioso: Cuando pasa el Nazareno / de la túnica morada, / con la frente ensangrentada, / la mirada del Dios bueno / y la soga al cuello echada. La visión del Nazareno, azotado, coronado de espinas y derramando sangre, provoca que un niño, una precoz criatura, de corazón noble y sano, se rebele contra lo que contempla, coja una piedra del suelo y la lance contra quien azotaba a Jesús. La pedrada destrozó la escultura del soldado que levantaba el látigo. Ante las preguntas de los fieles, la respuesta del niño es: ¡Porque sí; porque le pegan / sin hacer ningún motivo! Gabriel y Galán finaliza con esta estrofa: Hoy, que con los hombres voy, / viendo a Jesús padecer, / interrogándome estoy: / ¿somos los hombres de hoy / aquellos niños de ayer? Los hombres de hoy, es decir, los que vivimos entre la permisividad y el relativismo moral, ¿somos aquellos niños educados en los principios y valores del cristianismo? Cuando en nuestra presencia se humilla y ofende al Crucificado, ¿los hombres de hoy nos callamos y miramos hacia otro lado, o nos rebelamos como el niño de la poesía?