Un amigo me contó hace poco una de esas historias por las que se mataría González Iñárritu. Sucedió hace una década, en los peores momentos de la crisis. Mi amigo (llamémosle Antonio), odontólogo asturiano con inciertas perspectivas laborales en España, se dirigía en coche a Madrid para una entrevista con la que optaba a un trabajo en Reino Unido. A pocos kilómetros de la ciudad topó con un atasco del que costaba averiguar el motivo. Los vehículos que tenía delante hacían un pequeño giro a la izquierda para evitar un obstáculo. Al llegar allí, Antonio lo vio: un hombre tendido en el asfalto. Ningún conductor se había parado a socorrerle. Antonio sí lo hizo.
El hombre estaba muy herido, con las piernas rotas y media cara arrasada. Antonio se agachó para examinarle, sin saber bien por dónde empezar. De pronto, unos gritos llegaron desde otro punto del arcén: «¡RCP! ¡RCP!». Respiración cardiopulmonar. Era un médico que viajaba en un autobús que también se había detenido. Entre él y Antonio mantuvieron al hombre con vida hasta que llegó la ambulancia y se lo llevó al hospital.
Antonio llegó por los pelos a su entrevista de trabajo, excitado y con manchas de sangre en el traje. Explicó lo que acababa de suceder –en un inglés más que solvente–, pero al entrevistador le sonó todo extraño y lamentó no poder ofrecerle el puesto. No fue la única decepción del viaje. Un par de días después, llamó al hospital en el que habían ingresado al herido: había fallecido. La hipótesis era que se había tirado a la autopista desde un puente.
Antonio regresó a Asturias y en poco tiempo encontró otra oportunidad en Holanda. Vivió allí cinco años, obteniendo un buen bagaje profesional y unas cuantas experiencias. Cada vez que viaja a Madrid se acuerda del hombre de la carretera: «Ha sido la persona que menos he conocido que más ha influido en mi vida».
Vivimos rodeados de macroacontecimientos (pandemias, guerras, crisis económicas…), pero hay veces en que los giros de guion que más claramente marcan nuestras vidas los provocan rostros anónimos en situaciones grises: esa puerta cerrada a (des)tiempo, ese bolso olvidado, ese compañero de asiento en el tren… Y al revés: es bastante probable que todos hayamos sido alguna vez el hombre en la carretera de un viajero que daba por hecho su destino.