Estigmas y visiones, dones como la ubicuidad o la profecía. Levitaciones con más o menos altitud o cardiognosis. Todos estos poderes son el currículum de muchos santos. Una santidad demasiado espectacular, para mi gusto. Sin entrar en su autenticidad científica, si la santidad ha de ser un faro para el común de los creyentes, algo así como un mojón en un sendero alpino, prefiero la florecilla de Lisieux a una cima inasequible para la mayoría. Alguien que asusta de tan infrecuente.
Hace poco comencé una nueva relectura de Historia de un alma. Teresa tiene una sensibilidad poética que la hermana con la enclaustrada Dickinson. Las metáforas sencillas con las que trufa su camino espiritual me parecen tan deliciosas como un tazón de arroz con leche. A veces debo pararme en una y repetirla durante días, como si hubiera tropezado con una trampa celeste, dispuesta por ángeles. Por ejemplo, aduciendo que está en el siglo de los inventos, en el que se ha ideado un artefacto para evitar subir las escaleras, expresa que quisiera encontrar un ascensor para subir hasta Jesús, «pues soy demasiado pequeña para subir la ruda escala de la perfección».
«Las obras brillantes me están prohibidas», dice Teresa. Y puesto que ella no será depositaria de esos dones pirotécnicos de otros santos, esboza su caminito. Se compara con un niño que arroja flores al rey. «No tengo otro modo de probar mi amor que arrojando flores: no dejando ningún pequeño sacrificio, ninguna mirada, ninguna palabra, sino aprovecharme de las cosas más pequeñas y hacerlas por amor». Teresa es contemplativa: convierte en oración cada tarea, es un aroma entre las cosas banales.
En casa, su retrato preside mi escritorio. Una cara que siempre me ha hechizado. Nunca he visto mirada como la suya, que traduzca tan bien la vida invisible. El rostro de Teresa, como el de los niños, es un patio donde juegan sin discusiones la humildad más alta y la tenacidad de una heroína. Hay algo terrible en sus rasgos capaz de paralizarme, a la vez que suscita en mí el sentimiento de un huérfano que es acogido por una familia bondadosa.
Teresa es una santa nada espectacular, de la estatura de una de esas florecillas que respiran entre los adoquines. No apta para los amantes de los efectos especiales, es idónea para aquellos a los que nos abruma la propia debilidad.