Esta es la reseña más difícil a la que me he tenido que enfrentar, porque hablar sobre la poesía que otro ha escrito es, al menos así lo considero, una especie de violación de la intimidad. Significa juzgar, valorar algo muy personal y, por tanto, supone mirar en lo más profundo del corazón. Un crítico literario seguramente podría decir mucho sobre un libro de poesía. Explicaría cómo es la métrica de los versos. Podría comentar si son sonetos, romances, odas… pero no soy ningún experto en la materia y, por otra parte, creo que, si aquí me limitase a describir las características técnicas de los poemas que contiene este nuevo libro de José María Rodríguez Olaizola, SJ, ni le haría justicia ni contaría a los lectores de forma adecuada de qué trata este poemario.
Este es un libro de poesía, sí, pero también es mucho más. Son versos que nacen de un corazón que siente, que se compadece, que mira, que escucha, que contempla… No son palabras improvisadas, y por eso deben ser leídas con delicadeza. Deben ser escuchadas en silencio. Es necesario saborearlas en el corazón, dejando que entren hasta el fondo del alma para llenarla de emoción, de sentimiento, de afecto y de razón.
Otro jesuita, Joaquín Ciervide, en un pliego de la revista Vida nueva titulado «Jesuitas y poesía: “¡Ay del poeta puro!”», recuerda una expresión de Unamuno en la que pone de manifiesto la nula presencia de miembros de la Compañía de Jesús en la lista de poetas de reconocido prestigio: «Apenas se albergó cigarra cantora en ese hormiguero de clérigos regulares».
No sé si a partir de ahora un jesuita entrará en esa lista, pero espero que a todos los que lean este libro les suceda como a mí, que descubran en cada una de sus páginas, en cada uno de los poemas, una búsqueda y un encuentro; un grito y un silencio; una pregunta y una respuesta; soledad y compañía, un misterio escondido y un misterio revelado.
Cada uno de estos poemas reflejan una gran humanidad porque nos hablan de alegrías, de tristezas, de esperanzas, de dolor, de sueños, de fracasos, de pérdidas, de felicidad… Nos hablan de aquellas escenas del Evangelio que en la contemplación se transforman en versos. Y porque nos hablan de lo que es más propio del ser humano, también nos muestran lo divino, porque no hay nada, absolutamente nada que sea verdaderamente humano que no lo haya asumido Dios.
Cuando llegas es la expresión del deseo más profundo que hay en el corazón del ser humano. Es un deseo de esperanza alcanzada; un deseo de transcendencia, un deseo de felicidad. Significa que la espera ha terminado y ese «ya pero todavía no» ha llegado a su cumplimiento. Es el deseo de encontrarse con Aquel que se ha hecho uno de nosotros y ha querido asumir la humanidad con todo lo que ella conlleva, sin despreciar nada, sino acogiéndolo todo. Es una invitación a abrir la puerta de la propia vida y dejar pasar al que llama con insistencia porque quiere formar parte de la propia existencia y por eso «se hizo carne […]. Se hizo frágil [… ]. Se hizo niño […]. Se hizo voz […]. se hizo brote […]. Se hizo amigo […]. Se hizo de los nuestros […]. Se hizo mortal, y atravesando el tiempo nos volvió eternos».
Este libro pide una mirada limpia, unos oídos atentos y un corazón abierto a una realidad que es más grande que uno mismo. Por eso creo que la mejor forma de acercarse a él es siguiendo el consejo que el zorro le dio al Principito: «He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos».
José María Rodríguez Olaizola, SJ
Mensajero
2021
520
22 €