El 2 de febrero, fiesta de la Presentación del Señor, en la tradición judía de consagrar a todo hijo varón primogénito a Dios, día de la Candelaria, advocación mariana que habla de luz y de entrega, la Iglesia celebra la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Una enorme riqueza en su multitud de formas, y una generosidad de dones del Espíritu Santo puestos al servicio de la humanidad a través de los hombres y mujeres consagrados a Dios y a sus hermanos.
El Evangelio cuenta cómo al presentar al niño, Simeón y Ana alaban a Dios por él pues será el salvador, liberador de los hombres, luz para las naciones. Hablan a todos de su esperanza: ese niño será una bandera, una llama brillante y luminosa que alumbrará al mundo en esperanza. Es una fiesta que habla de la consagración de Jesús al plan de Dios, a su misión de salvación, pero sobre todo habla de la esperanza que cada día trae para la humanidad el Dios que se hizo hombre por amor a la humanidad. Y nuestro mundo necesita hoy de mucha esperanza.
Eso quiere ser la vida consagrada. Seguidores de Jesucristo que conviertan sus vidas en signos de esperanza para la humanidad. Decía Timothy Radcliffe que la vocación religiosa es maravillosa no porque los religiosos sean maravillosos, sino porque su vocación constituye un signo de maravillosa esperanza para la humanidad entera.
Dios tiene una promesa esperanzada para todos. Una promesa de vida y de plenitud. La esperanza, como convicción profunda de fe, de que la vida tiene un sentido. Que todo está siendo llamado por Dios hacia sí. Que todo se culminará en Dios. Que la vida triunfa sobre la muerte. Que al final todo acaba bien y que, si no ha acabado bien, es que aún no ha acabado. La esperanza y la convicción de que toda vida, todo en la vida, tiene un por qué y un para qué. Que Dios llama por su nombre a todo hombre y mujer, y que los llama para que crean en Él y así su vida sea plena.
La vida de un consagrado, a veces incomprendida para tanta gente, quiere ser voz de ese mensaje de esperanza, protagonizando la gran paradoja del cristianismo: la plenitud a la que estamos llamados y que alimenta la esperanza del hombre, se alcanza entregándose completamente a los demás. Para eso la profesión religiosa o la consagración, para eso los votos, la oración, el estudio y la misión. Para ser un signo de esa esperanza, de esa profunda convicción de que la vida del hombre está para ser vivida en plenitud y sentido.
Ojalá la vida religiosa sea lo que está llamada a ser. Cambiando y mejorando todo lo que haya que cambiar y mejorar para cumplir su papel de ser signo y voz de esperanza de Dios para el mundo, para mostrar que el camino de la plenitud y de la vida pasa por la entrega de la vida a los demás.