La Iglesia de Álvaro
Álvaro trasciende los límites de nuestra inteligencia dormida y pequeña. Él habla con la sencillez de los inocentes
Una de las cosas más extraordinarias de este tiempo es comprobar cómo quien no conoce a la Iglesia se erige en su principal juzgador. Y quien pretende dictarle lo que debe opinar en la refriega diaria. Se dice que la Iglesia no debe entrometerse en las cosas del mundo, pero cuando lo hace, es decir, cuando dice una palabra sobre algún asunto moral que le concierne, por ejemplo, entonces la crítica es por exceso: «¡Cómo osan los obispos abrir la boca!». No parece que haya que dedicarle demasiado tiempo a responder y matizar y rectificar y retuitear: nada se puede decir a quien no quiere escuchar. Pero entonces, ¿qué puede decir la Iglesia ante los males del mundo? El propio Jesús responde en el Evangelio de Lucas: «Los reyes de las naciones las tiranizan y sus príncipes reciben el nombre de bienhechores. Entre vosotros no ha de ser así, sino que el mayor entre vosotros será como el más joven, y el que mande como el que sirve».
Ante el ruido del mundo, la Iglesia de los limpios de corazón. Como Álvaro, a quien no sé si conocen. Tiene 16 años y es el séptimo de diez hermanos. Padece un trastorno rarísimo llamado Syngap1 y está profundamente enamorado de la Virgen. Y de las cosas de Dios. El año pasado peregrinó a Santiago de Compostela y lo hizo llevando consigo las peticiones de cientos de personas que empezaron a conocer su historia a través de la cuenta creada por su padre en Twitter. Con motivo del año jubilar, junto a su padre y su padrino, ha recorrido estos días el camino real hasta Guadalupe. Allí fue recibido por el arzobispo de Toledo, Francisco Cerro Chaves, quien permitió la simbólica bendición que ilustra este texto. Agachó la cabeza ante Álvaro, que es Iglesia, cogió su mano y la de su padre, que también es Iglesia. Y, con los ojos cerrados, nos hizo sentir Iglesia a todos. La que peregrina y busca incansablemente la verdad, la que se abre a la realidad en todo su misterio, la que protege la vida y su dignidad conjugando el ser antes que el hacer. Álvaro reza por el Papa tres o cuatro veces al día, según le ha contado su padre a la revista Ecclesia, y habla a diario con la Virgen, porque «él, verdaderamente, entiende algunas cosas que nosotros jamás podremos entender». Porque Álvaro trasciende los límites de nuestra inteligencia dormida y pequeña. Él habla con la sencillez de los inocentes. Lleva una vida peregrina, rodeado del amor de una familia que le acoge con tanto cariño que cuesta hasta escribirlo. Dijo una vez el obispo Munilla que «en la Iglesia hay suficiente santidad para estímulo de quien busca a Dios, y suficiente miseria para autojustificación de quien no le busca». Quizá sea el tiempo de volver la mirada hacia quien busca. Poner los ojos y el corazón en quien, como Álvaro, lleva la cruz y la salvación en sus manos.