En agosto de 1936, tiempo terrible en nuestra memoria de españoles, François Mauriac, luego Premio Nobel de Literatura, acababa el prólogo a una segunda edición de su Vida de Jesús. Subrayaba en el texto su alejamiento de la actitud de muchos de sus maestros de juventud, cuando el catolicismo francés sobrevivía a la penosa rigidez de un anticlericalismo escolar que estaba obsesionado con la afirmación republicana de la libertad. Tales maestros parecían sentirse incómodos con la existencia del Jesús hecho hombre, aunque su malestar no llegara a expresarse más que en la preferencia por un Cristo vivo en los sacramentos, presente en la Iglesia, alentando en el alma de cada creyente. La existencia plenamente humana de Dios en la tierra denotaba, para ellos, una especie de limitación de su poder y de su gloria, una vida mortal que, en palabras de Mauriac, muchos presuntos seguidores de Cristo habrían preferido ver incumplida.
Desde el inicio mismo de la constitución de la Iglesia, la integración de las dos naturalezas de Jesús se ha ido expresando de diversos modos y en distintas formas de oposición más o menos disimulada. La postergación de la naturaleza divina de Jesús está muy cerca de esa forma de cristianismo vacío de misterio, de eternidad, de verdadera esperanza, que consiste en reducir al hijo del carpintero de Nazaret a una condición de seductor rebelde que combatió por la dignidad del hombre en una alejada provincia del Imperio romano. Y cuyo censo militante habría de componerse de legiones de menesterosos, oraciones revolucionarias y manifestaciones de millares de manos amotinadas en señal de paz.
A esta secularización de Jesús se ha llegado desde creencias antagónicas. Puede manifestarse en las bellas metáforas del filósofo y poeta Paul Louis Couchoud escritas un siglo atrás, haciendo de la existencia histórica de Jesús una fervorosa proyección de los creyentes, que moldearon una imaginaria vida de Cristo, creada como resultado, no como origen, de su propia fe en Dios. Puede alzarse, por el contrario, como una exaltación de la humanidad de Jesús cada vez más alejada del milagro de la encarnación. Es lo que ocurre con tantos agnósticos fascinados por la fuerza del mensaje evangélico, cuya potencia liberadora y cuyo combate por la justicia creen separables del proyecto de nuestra eterna salvación. En los comienzos de la modernidad, el cristianismo se fragmentó precisamente por la defensa de la validez de la experiencia del hombre en la tierra donde Jesús consumó la redención con su sacrificio a escala humana. Entonces en Trento, el catolicismo estableció el vínculo necesario entre razón y fe, entre libertad y destino, entre la creación y el Creador, entre la cruz y la Resurrección, entre la experiencia humana de Cristo Redentor y la misericordia de Dios.
El deseo de Dios
Mauriac sondeó en sus novelas el deseo de Dios presente en el corazón de sus criaturas e invirtió la actitud de quienes utilizaban la vida temporal de Jesús como un referente secundario: «Si no hubiese conocido a Cristo, Dios hubiera sido para mí una palabra desprovista de sentido. El Dios de los filósofos y los sabios no hubiera tenido cabida alguna en mi vida moral». Esa necesidad de fundamentar la fe en la plena humanidad y en la plena divinidad de Jesús acredita, en la práctica, el sentido mismo de la encarnación, acto sublime de misericordia que renueva la alianza de Dios con el hombre mediante el sacrificio de su Hijo. Resulta conmovedor que, contra cualquier tradición, no sean los creyentes los que ofrecen su sacrificio a Dios, sino el mismo Dios el que se entrega a la muerte, como ofrenda que perdona nuestros pecados y nos devuelve la libertad. Solo siendo hombre Jesús podía realizar este holocausto, podía entrar en la historia y dar ejemplo personal. Pero ser Dios le permitió mostrar la muerte del creyente como un paso hacia la vida eterna, tras haber recorrido el camino para el que se le creó.
En una sociedad que se despoja de esa dimensión sagrada de la existencia del hombre y cree poder prescindir del Jesús Dios, cuya realidad histórica nos permitirá vivir más allá de nuestra muerte, celebramos el próximo martes la festividad de su madre y de todos los cristianos, la Inmaculada Virgen María. Un dogma de la Iglesia universal del que España fue una adelantada y al que nuestra mejor poesía dedicó el vigor de nuestra lengua y la enternecedora e insobornable emoción de la belleza. Porque estamos en tiempos de confusión, no somos pocos los que queremos hoy que la piedad mariana inunde de bondad nuestras almas para ser dignos de la espléndida historia de esperanza y gloria que inauguró María y que durante 2.000 años se ha llamado cristianismo.