Dichosos los invitados
28º domingo del tiempo ordinario
Dentro del tríptico de parábolas dirigidas por Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, quienes discutían su autoridad, nos hallamos ante una última escena, en la que el Señor compara el Reino de los cielos con un rey que celebra la boda de su hijo. Constituye esta una de las escenas más logradas para expresar narrativamente la alegría, la comunión o la abundancia de dones a las que Dios nos llama si aceptamos esta invitación.
Es oportuno acercarnos a la lectura de Isaías, que abre en este domingo la Palabra de Dios propuesta por la liturgia. En ella se afirma que «preparará el Señor del universo para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos», al mismo tiempo que eliminará para siempre la muerte, la tristeza y el oprobio de su pueblo. Cuando Israel está pasando por la prueba y la humillación, el Señor, a través del profeta Isaías, le está dando esperanza, asegurándole que en último término triunfará la alegría y la vida.
Por otro lado, la parábola del banquete de bodas guarda destacados paralelismos con la de los dos hermanos que el padre envía a trabajar, o con la de los viñadores homicidas: el rey representa a Dios, los invitados son el pueblo judío y los criados son los profetas o apóstoles. Es fundamental el hecho de que el banquete está preparado. Bajo ninguna circunstancia esa celebración será cancelada o aplazada. Con la boda se está haciendo referencia especial a la alianza, puesto que no existe modo humano mejor de representar el encuentro estrecho entre dos partes que una alianza de bodas, que en este caso se llevará a cabo entre Dios y su pueblo. Sin embargo, la escena contiene varios elementos dramáticos. El primero de ellos nace de la no aceptación de la invitación por los primeros que han sido llamados. Fácilmente se reconoce en ellos a los judíos reacios a aceptar la persona y la enseñanza de Jesús, y, en particular, a los jefes del pueblo. La referencia a que el rey mandó prender fuego a la ciudad ha sido vista por la tradición como una profecía de la suerte que correría la ciudad de Jerusalén, destruida en la segunda mitad del siglo I. Además, la parábola supone al mismo tiempo una advertencia hacia quienes corren el riesgo de vivir instalados en sus propias seguridades.
La abundancia del banquete
Llama la atención cómo ante un banquete sin igual pueda obtenerse la negativa como respuesta. A menudo las llamadas que Dios nos hace pueden ser percibidas por nuestra parte como una intrusión, que en la parábola se pone de manifiesto en el maltrato y la ejecución de los criados por parte de los primeros invitados. Ello indica también que podemos fijar nuestro interés en elementos secundarios, en lugar de anclar nuestro corazón en las cosas grandes que el Señor nos ofrece. Con todo, la abundancia del banquete, la referencia a que «reunieron a todos los que encontraron, buenos y malos», refleja la ilimitada generosidad de Dios que, al igual que en la parábola, sigue insistiendo una y otra vez para volver nuestra mirada hacia la verdadera alegría y felicidad, que solo Él nos presenta.
La segunda parte de la narración fija la mirada en el encuentro entre el rey y uno de los invitados, que ha accedido a la sala del banquete sin la debida indumentaria. A través de la necesidad de entrar al banquete de bodas con el traje de fiesta se incide en la necesidad de estar interiormente preparado para participar de la invitación que Dios nos hace. A lo largo de los siglos, la Iglesia ha visto en el sacramento del Bautismo el momento en el que hemos sido revestidos con el traje de bodas, vestidura que ha de ser lavada a través de la conversión continua, concretada en el sacramento de la Reconciliación. Sobra decir que, además, el sacramento de la Eucaristía ha sido siempre presentado no solo como un sacrificio, sino como el banquete de bodas del Cordero al que somos invitados constantemente, anticipando la celebración eterna que no tendrá fin.
En aquel tiempo, volvió a hablar Jesús en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, diciendo: «El Reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo; mandó a sus criados para que llamaran a los convidados, pero no quisieron ir. Volvió a mandar otros criados encargándoles que dijeran a los convidados: “Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la boda”. Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios, los demás agarraron a los criados y los maltrataron y los mataron. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: “La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos y, a todos los que encontréis, llamadlos a la boda”. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda?”. El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los servidores: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos».