La pregunta de Jesús al ciego Bartimeo, «¿qué quieres que haga por ti?», fundamenta la urgencia de ser discípulos misioneros, tal como nos invita el cardenal Osoro en su carta de comienzo de curso.
Los rasgos de este modo de ser encuentran en la compasión esa capacidad para sentirnos afectados por el sufrimiento del otro, despejando prejuicios y estereotipos. Pero la compasión con los descartados de nuestro mundo nos obliga a mirar y actuar con visión política, es decir, con capacidad para incidir entre todos en la mejora de las condiciones de vida de los que peor lo pasan en el seno de un mundo injusto y claramente desigual.
El último Informe Foessa sobre la realidad de la pobreza en nuestro país, nos advierte de que asistimos a una notable fatiga de compasión en aquellos que han soportado el peso de la crisis económica de estos últimos diez años: las familias y, en especial, los abuelos, que con sus pensiones han llegado más allá de lo exigible.
La compasión no solicita héroes, sino seres humanos conscientes de lo mucho que ya han recibido por el mero hecho de existir. Cada uno de nosotros somos la suma de los muchos cuidados recibidos y de tanto amor que otros han depositado en nuestra persona haciéndonos crecer, acompañándonos y creyendo en nuestras capacidades.
Somos mucho más que lo que realizamos y proyectamos. La compasión exige sentimiento afectante ante quien sufre, para no pasar de largo, y reclama una mirada cálida hacia uno mismo, para reconocer que nuestra musculatura espiritual y ética en buena parte viene regalada, y en el fondo son ecos del trabajo de Dios en nuestro interior. La compasión es respuesta a un amor recibido.
La teóloga Antonia Potente habla de dos pasos primeros de la espiritualidad: enamorarse de la vida y salir de uno mismo; no salir entendido como hacer, sino como disponerse al don de recibir. Se podría decir: Alguien vino a buscarme y me sacó de mí mismo.
Y la compasión reclama igualmente comprendernos nosotros mismos como seres vinculados, no como átomos disgregados. El problema de Caín ante su hermano Abel no es que tuviera envidia, sino que no se sentía en absoluto vinculado a él. Y porque no se sentía vinculado le eliminó. La sociedad del descarte es la sociedad de la desvinculación y del anonimato. Por ese desagüe se pierden tantos gritos de los pobres, así como el grito de la Tierra, en constante destrucción. La compasión, entonces, solicita ir más allá de la ayuda esporádica e interpersonal.
La compasión organizada con otros
Hay una buena noticia para los pobres. Para aquellos que sufren injusticia. El futuro de Dios pasa por la compasión organizada con las víctimas de nuestro mundo. Y hay dos formas básicas de comprender la vida de fe: como agenda o como despertador. Como agenda todo está programado: reuniones, actividades, celebraciones, etc.. Al final la rutina tiende a la mediocridad. El despertador es el símbolo de la vida creyente entendida como urgencia cristiana.
El despertador aviva un tipo de compasión organizada que trabaja para que todas las vidas sean igualmente vivibles. Ello implica ampliar la noción de ese nosotros a veces raquítico y excluyente que atienda al aquí y al allí, a lo próximo y a lo lejano, que tenga mentalidad de habitante de la casa común. La compasión organizada es la mejor medicina contra la aporofobia.
Esta compasión se desarrolla en las afueras de los sistemas establecidos, en las periferias existenciales, como dice el Papa Francisco. Las afueras nos conducen a la idea de intemperie, pero también a la experiencia de dar amparo y cobijo. «Las afueras son la comarca de lo humano» afirma el filósofo Esquirol. Y las podemos habitar creando redes de afueras, de tiendas, de refugios, de hospitales de campaña: espacios no solo de sanación sino de encuentro y convivencia entre los diferentes.
Joan Carles Mèlich escribe: «No somos humanos porque hayamos erradicado el mal, sino porque no podemos hacerlo». Nuestra incapacidad para acabar con el mal nos hace más humanos, al tiempo que nos vincula en fraternidades cristianas que aportan calor y trabajo por la justicia, a partes iguales.
Dice el Papa Francisco: «No podemos permanecer insensibles, con el corazón anestesiado, ante la miseria de tantas personas inocentes. No podemos sino llorar. No podemos dejar de reaccionar». Llorar y reaccionar; conmoverse y actuar; sentirse impotentes y buscar complicidades. Son dos vías que hemos de recorrer. Llorar nos abre la puerta a la pastoral del consuelo, aquel que hace frente al sufrimiento inevitable ante el que no queda más que acompañar: estar ahí. «Estoy contigo» es la expresión de estar presente en el momento oportuno. Y reaccionar remite a la respuesta personal y colectiva ante el sufrimiento evitable, aquello que nos lanza a buscar la justicia para y con los más frágiles de nuestro mundo.