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El domingo 27 de abril estuve viendo por la televisión la ceremonia de canonización de Juan Pablo II, ese Papa tan querido y recordado por los jóvenes de mi generación, y de Juan XXIII, no tan conocido por nosotros, pero del que sí hemos oído anécdotas que nos hacen recordar su bondad. Muchas cosas podrían decirse de san Juan Pablo II, de sus aportaciones a la filosofía y a la antropología, de su importancia histórica… Pero eso se lo dejo a los expertos. Personalmente, aunque mi madurez espiritual corresponde al papado de Benedicto XVI, para mí, Juan Pablo II ha sido El Papa durante la mayor parte de mi vida, y siempre me he sentido muy unido a él. Recuerdo con especial cariño la visita del año 2003, cuando aquel joven de 83 años compartió con nosotros una solana imponente en Cuatro Vientos, dándonos un ejemplo de cómo llevar la Cruz unidos a Cristo. Por otro lado, san Juan XXIII -gracias a su espíritu de reforma- es responsable de la Iglesia que conozco y de la que estoy orgulloso de formar parte. Además, me ha ayudado mucho últimamente, gracias a su Decálogo de la serenidad, con el que pretende que el practicante alcance la felicidad en la sencillez. ¡Que los nuevos santos intercedan por nosotros!
Ha empezado la temporada de las Primeras Comuniones, un día muy especial que, para la mayoría, quedará grabado en la memoria, sobre todo en los niños. Y es fundamental que estas Primeras Comuniones no sean las últimas. Creo que los párrocos y tutores espirituales deben mentalizar a los padres diciéndoles que este acto sacramental no se convierta en un pase de modelos, y que todo se haga con fe, fervor y sobriedad. Que no se tire la casa por la ventana con gastos superfluos como el banquete, el traje, la peluquería, regalos… Pero hay niños y niñas que caen en la trampa con facilidad, pues si su amigo va vestido de marinero, él va de almirante; si su amiga va de princesa, ella mejor, y así arrastran a los padres a gastarse mucho dinero. Sugiero a los párrocos o colegios religiosos la idea de que todos los niños y niñas hagan la Comunión con una túnica blanca, para que ese día tan importante no haya distinción de ropas ni de quién tiene más o menos dinero. De esta forma todos se sentirían hermanos en la Comunión. Catequéticamente, a los niños se les diría que la túnica no es un disfraz sino una túnica bautismal, la fe transformada en la luz. Y que los padres se comprometan, como principales catequistas que son de sus hijos, a llevarlos todos los domingos a Misa, para que ésta no sea sólo la Primera Comunión… y la última.
¡Somos hijos de Dios! Sólo en la mente de Dios ha podido surgir una idea semejante, y lo sabemos porque Dios Padre nos lo ha revelado por medio de su Hijo Jesucristo. Es un hecho tan asombroso que no es fácil asimilarlo, porque una cosa es el conocimiento intelectual, y otra encajarla como real en la vida de cada uno. ¿Cómo puedo ser hijo de Dios Creador? ¿Quién soy para semejante don? No se trata de lo que yo sea, ni de lo que crea, sino que Dios mismo así lo ha decidido, y lo más sorprendente: respetando mi libertad. ¡Inaudito! Me deja la última palabra. ¡Asombro tras asombro! Y ¿a cambio de qué? Porque, que yo sepa, no he puesto nada, ni puedo dar nada a cambio. Que soy un hijo de Dios es una realidad objetiva: lo soy, por la autoridad de Dios omnipotente y misericordioso, que me ama infinitamente. Que me quiere sin imponerse. ¡¿Cómo no amar a un Dios así?! A un Dios que me ha regalado unos padres en la tierra a los que debo la vida humana, de los que se sirvió para comunicarme el alma y el entendimiento en la religión, y a los que debo la educación necesaria para llevar una vida íntegra y que aspira a ser santa. Cómo no intentar escuchar a nuestro Padre Dios, para comportarnos, poco a poco, como lo que estamos llamados a ser: sus hijos. Porque, con el Bautismo católico, hemos re-nacido en la familia de Dios, pero como una criatura recién nacida que tiene que crecer y desarrollarse como tal, hasta alcanzar una plenitud, que solo será efectiva en el cielo. «Sintamos la grandeza inconmensurable de ser hijos de Dios» (san Josemaría).
El Domingo de la Divina Misericordia, se celebró en Roma la canonización del Papa Juan Pablo II, cuyo lema, Totus Tuus, indicaba su pertenencia total a María, la Madre de Dios, para ser, de su mano y en plenitud, todo de Dios, para el servicio de todos sus hermanos: Servus servorum Dei. En su primer viaje a España, vino -en sus palabras- «como testigo de esperanza», y en su última visita, sus palabras adquirieron matices de despedida y nos encargó: «Seréis mis testigos». ¿Podemos decir que hemos sido fieles a este legado? En nuestros corazones, ¿el primer valor es Dios? ¿A Él rendimos nuestra adoración y le servimos presente en los hermanos? Jesucristo, en el Evangelio, llama a Satanás «el príncipe de este mundo» y una de las formas del reinado de Satanás es el culto al dinero. «No podéis servir a Dios y al dinero». Y con estas palabras, el Dios hecho hombre quiere liberarnos de una de las peores esclavitudes: la del vil metal. Nos dijo: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará coma añadidura». Por supuesto también lo necesario para nuestra vida terrena, pero libres de esclavitudes. La canonización del Papa Todo de María ha coincidido con la fiesta mariana de gran raigambre en España: Nuestra Señora de Montserrat. Ella, como Madre, quiere guiamos a Cristo: «Haced lo que Él os diga». Si analizamos nuestra Historia, sin tergiversaciones, vemos que, cuando el amor de Dios ha reinado en el corazón del hombre, éste ha estado abierto al amor a los demás, viendo en ellos a hermanos. ¿De verdad hemos sido fieles al legado del Papa, Todo de María, hoy? ¿No estamos dando culto al dios dinero con cuanto conlleva? ¿No vemos cómo este culto esclavizante hace crecer los egoísmos, creando fronteras por doquier? El límite es el propio Yo, endiosado. Por favor, ¡quitémonos de en medio! Dejemos reinar a Cristo y su amor hará lo demás, hasta la añadidura de la economía funcionará.
Una religiosa de las Auxiliares Parroquiales
Santiago de Compostela (La Coruña)