He dicho muchas veces, y no me cansaré de repetirlo, que Jesús no dio puntada sin hilo. Que no se anunció su nacimiento a unos pastores para que media docena de cuidadores de rebaños acudieran al Pesebre y luego no volviera a hablarse de ello, como efectivamente sucedió. Ni le dio de comer a cinco mil personas para que luego ni una de ellas estuviera ante Pilatos intentando salvar a quien había multiplicado los panes y los peces. Etc., etc., etc.
Todo lo que hizo Jesús, lo hizo para nosotros; para que nosotros, que en el lugar del corazón a lo sumo tenemos un pesebre –y que es ese pesebre lo que podemos ofrecerle–, le acojamos y le adoremos allí; para que no recibamos cada alimento, cada Comunión, como un hecho pasajero que luego no da sentido a nuestra vida. Etc., etc., etc.
Cada acción del Salvador se hizo pensando en nosotros. A ver si nos damos cuenta.
Pero algunas fueron más directas que otras. Vámonos a la Pasión. Jesús se lleva al Paraíso al Buen Ladrón; ello me da a la larga una esperanza: desde mis pecados, Jesús un día me va a llevar al cielo. OK. Y le pide al Padre que perdone a los soldados, porque no saben lo que hacen: también yo le atravieso con una lanza tantas veces sin saber lo que hago, y Jesús intercederá por mí ante el Padre; y muy bien que me vendrá. OK. Y Jesús le pregunta al Padre que por qué le ha abandonado; naturalmente que no, que no le ha abandonado, pero el hombre que está en la cruz así lo siente; como yo, en tantas noches oscuras de mi alma; y, pensando en ellas, Jesús me invita a quejarme ante el Padre; es mi Padre y puedo hacerlo, y Él acabará por responderme. OK.
Pero todo ello sucederá. Sin embargo, hay algo que ya ha sucedido. Algo que no es una promesa para la hora de mi muerte, sino una realidad para la hora de mi vida. Desde la Cruz, Jesús mira a María y le dice, señalando a Juan:
«Mujer, ahí tienes a tu hijo».
Y a Juan:
«Ahí tienes a tu madre».
«Y desde aquella hora –nos dice el evangelista– la recibió por suya en su casa».
Me llena al cien por cien
Eso no está por suceder; ya ha sucedido. Yo me llamo Juan, soy Juan. Jesús me ha dado una Madre, la suya, y a ella le ha dado un hijo: yo, tú, él. Jesús no dio puntada sin hilo.
No resolvió para unos años el problema de su Madre que se quedaba sola. Resolvió para todos los tiempos la necesidad en que estamos de tener una Madre, entre otros motivos porque Él es nuestro hermano.
Si algo hay que me emociona, si algo hay que me gusta, si algo hay en la fe católica que me llena a tope, es que tengo una madre. Que tengo un Dios, vale. Que ese Dios se ha hecho hombre para ser mi hermano, vale. Que se ha quedado en la Eucaristía para que yo no sea menos que los apóstoles y le tenga presente, en cuerpo y alma a mi lado, como ellos en los caminos de Galilea, vale. Vale, vale, vale. Es una maravilla. Todo ello me convence, por si aún me fuera necesario, de que mi religión, que tales caminos sigue, me llena al cien por cien. Pero la madre, eso sí que es lo más y más maravilloso, eso sí que es insólito, eso sí que me conmueve: comparto madre con Dios. Él me la confió desde la Cruz al par que me confió a ella.
Tuve, como vosotros, una madre en la tierra, la mujer que me dio a luz. Ella está en el cielo, pero yo la tengo siempre dentro de mí. La quise y la quiero como no cabe querer más. Pero mi madre sabe que hay, para ella y para mí, otra Madre. La de Jesús, la del regalo inmenso de Dios, la que nos acompaña siempre, minuto a minuto, tristeza a tristeza, contento a contento, lágrima a lágrima, jolgorio a jolgorio, que de todo hay en la vida de los hombres. La de las Bodas de Caná: «Haced lo que Él os diga». La del Niño perdido en el templo: «Tu padre y yo llevamos tres días buscándote». La de la vida ordinaria, la del amor casero, la que me lleva de la mano, a mí, a ti, niños al fin y al cabo, hermanos de Jesús, confiados a su custodia.
«Y desde aquella hora el discípulo la recibió por suya».
¿Sentimos lo que Juan sintió y hacemos lo que Juan hizo?